UN NUEVO RESTAURANTE DE ALTA COCINA EN BUENOS AIRES

Bienvenido sea Trescha

Miércoles, 8 de marzo de 2023

Esta es una primera crítica, cuyo autor es no solo un apasionado por la gastronomía, que ha visitado algunos de los mejores restaurantes del mundo, sino que también hoy es uno de los dueños de un establecimiento de alta cocina. Ofrece una visión más técnica, desde la teoría y la experiencia sui generis del lugar.

Define Wikipedia: "La alta cocina (del francés, haute cuisine, [ot kizin]; también grande cuisine, [gd kizin] «gran cocina»), es un estilo de cocina que se caracteriza por un alto refinamiento en sus preparaciones, por el uso de productos alimentarios de calidad y por la profesionalidad de los cocineros".

"Tiene su origen en el Siglo XIX en la París postrevolucionaria y, actualmente, es sobre todo practicada en los grandes hoteles y restaurantes del mundo occidental.

"Se caracteriza por el empleo de los productos de extrema calidad, por las presentaciones más cuidadas y artísticas, por las elaboraciones más complejas y refinadas. La haute cuisine no está definida por estilos particulares; se trata más de una práctica general". 

 A criterio de quien esto escribe, la alta cocina está definida por diferentes características. De ellas, la más importante es la complejidad en la elaboración de un plato. Esta complejidad abarca desde la necesaria precisión en el oficio en cuanto a la mise en place, así como también en la sucesión de recetas que puede tener un solo plato y también en las técnicas necesarias para elaborar cada una de esas recetas. 

Es, por tanto, un producto que siempre será exclusivo y lujoso, ya que requiere un producto bastante cuidado, recursos humanos capaces de trabajar con un altísimo nivel de destreza y exigencia, y en muchos casos tanto tecnología como largos procesos que conllevan un costo alto: esto es, un risotto se puede resolver con un caldo Knorr Suiza o con una reducción de 30 horas. Buenos Aires tiene una asombrosa escasez de restaurantes de alta cocina. La economía de la gente es seguramente un motivo válido, aunque siempre recomiendo buscar más allá de esta explicación superficial.

Hay ciudades como Bangkok, con un menor PBI per cápita y cinco veces más cantidad de restaurantes de fine dining. Hay diversos motivos por los cuales esto es así y no es el objeto de este escrito discutirlos, pero me gusta mencionar el hecho porque explica que aplaudiera la apertura de Trescha antes de haber podido acudir a probar el menú del restaurante abierto por Tomás Treschanski. Sabía que Tomás había pasado como stagier por algunos de los mejores restaurantes del mundo. Mi prejuicio tenía que ver con razones un poco más filosóficas.

Creo que, excepto los casos extraordinarios en los que aparecen genios (que ocurren tres o cuatro veces por siglo), la evolución de un cocinero tiene que ver con una cuestión de madurez. Así como los futbolistas, a los 20 años cubren su falta de experiencia con la potencia física, a los 35 ya eligen qué pelotas correr obteniendo como resultado una mayor efectividad contra un menor desgaste.

Se dice también que, para ser un gran escritor, es necesario haber leído mucho. Pienso lo mismo de la cocina: para ser un gran cocinero hay que haber comido mucho, y eso lo dan los años y las oportunidades. Es por ello que, pese a aplaudir la apertura de este restaurante, al mismo tiempo sentía cierto escepticismo en relación a lo que me iba a encontrar. 

Por suerte la realidad suele tener gestos inesperados. El restaurante se ubica donde estuvo iLatina, aquel gran lugar comandado por Santiago Macías que supo tender un puente entre la cocina popular latinoamericana y las técnicas refinadas que demanda un producto de mayor exigencia.

De cualquier manera, el lugar está irreconocible ya que fue totalmente reformado. 

El viejo jardín delantero devino en bar y en una suerte de espacio exterior, y luego se ubica el restaurante consistente en una barra de madera con ondulaciones serpentinas que permiten la afluencia de 12 a 14 comensales.

Sólo hay menú degustación y, según nos contó Tomás, se ofrecen cuatro tipos de maridajes diferentes. El pase, esa parte tan visual de la cocina, se encuentra perfectamente a la vista y en la parte de atrás se deja ver una cocina de producción.

En el primer piso, adicionalmente, hay una cocina de I&D y una cámara de fermentados y evolucionados. La cantidad de personal, también cumple con las reglas del fine dining. No lo conté, pero estimo que por lo menos hay dos o tres por cada comensal. El servicio fue invisible y este creo yo, es el mejor elogio que se le puede hacer a una sala. Algunas explicaciones sucintas por parte del sommelier jefe, en cuanto a las bebidas a servir en cada paso, y poco más.

Los maridajes apuestan a productos de una calidad extraordinaria como buenos oportos de origen, algunos tintos locales, otros franceses, champagnes etcétera. Repito: hay tres maridajes diferentes y calculo que en mi caso me beneficié con lo mejor de ellos. 

 El menú degustación consta de unos 14 pasos, arrancando por los snacks. No me voy a detener en el detalle técnico de cada plato, porque no tengo ganas de spoilear la experiencia.

Pero sí voy a contar mis sensaciones: como mencioné, arrancamos por los snacks y mi parecer fue que, si bien técnicamente eran muy lindos, a todos les faltaba potencia. 

Temí por tanto ver corroborados mis prejuicios asistiendo a una cocina muy linda de ver, técnicamente impecable, pero al mismo tiempo con demasiadas sutilezas y poca intensidad.

Obviamente y es algo que corre sobre todo el largo del menú, hay pleno uso de sifones, sous vide, abatidores, centrifugadores y tecnología en general. Desde lo visual todo es muy bello y cumplen el mandato actual de que los platos deben ser instagrameables, esto unido a ciertos trucos técnicos que todavía impactan en el comensal como el uso del nitrógeno en vivo.

Pero, en mi opinión, les faltó sabor y en cuanto a la identidad, vi mucho de Escandinavia, de líneas de restaurantes que he probado a lo largo de los últimos 10 ó 12 doce años, desde la explosión del Relae de Christian Puglisi, bastante antes que Noma (principalmente los mencionados Relae y Noma, Geist, Frantzen, el desaparecido Derelict, algo de Flying Elk, algo del también desaparecido Faviken). 

 A mí, las sutilezas vikingas me gustan parcialmente, como tampoco me deslumbran los fermentados y casi ninguna evolución, lo cual me deja en una seria contradicción con la moda actual. Igual así, seguía valorando lo técnico de la apuesta de Tomás y pensaba en ese instante de la cena que la parte contundente se conseguiría con el tiempo. 

Error mío. Al instante de terminar con los snacks y arrancar con los platos (con el primero de coliflor) no sólo mantuvo la técnica, sino que casi todo vino con mucha contundencia. Desde ya hay unos homenajes conscientes o no, cuya fórmula exitosa está más que probada, como en el caso de las esferas de manteca de cacao que vimos en Disfrutar (demasiado fuerte la manteca para mí), del bisqué de langostinos de Quique Dacosta (altísimo punto del menú) o el cucurucho salado, un clásico de Thomas Keller.

No obstante, en casi toda la sucesión de platos encontré sabor y sentido, con excepción del paso de trucha (lindo emplatado y colorido, pero poca contundencia) y el pichón que podría destacarse a{un más. Me gustaron mucho tanto el limpiabocas de helado de níspero con caviar, como la contundencia del plato de cerdo. También el mero con curry verde. Impecables el punto y la presentación. 

 Resumen: no creo que haya un restaurante similar en Buenos Aires donde se unifiquen una inversión millonaria (todo es de destacar, desde las servilletas de lino hasta el servicio de copas Riedel); una brigada de cocina que al menos en sus cabezas pareciera estar entre las mejores capacitadas del país; un servicio invisible que elogié oportunamente; una cava con gran cantidad de vinos y espirituosas europeos además de locales (poco usual en la Argentina); un menú en papelitos que se van armando en un book, algo que dista de ser novedoso pero sigue siendo muy divertido y además al ser algo costoso le agrega charme a la experiencia. Lo malo: no hay nada decididamente malo. Y, además, es algo único en Buenos Aires (como también lo son Aramburu, Chila y Mercado de Liniers, diferente a todo).

En todo caso podría hablar de temas de criterio, los cuales son siempre subjetivos. Hay platos que se pasan de técnica, en cuanto a que se aplica la misma en cuestiones en donde no es necesaria. Y también sería correcto seguir trabajando una identidad propia. Detalles de una experiencia que fue encantadora y cosas para charlar e intercambiar con los propietarios. Pero nada más. 

 Para el comensal que pueda jugarse a gastar lo que vale este restaurante, recomiendo la experiencia porque no hay mucho así en Buenos Aires. Es bienvenida una opción de alta cocina porque como digo siempre, la alta cocina es más exigente que el resto y ahí están en general los profesionales más destacados. 

Algo que sí le dije a Tomás, es que el menú resulta suficientemente exigente como para no poder ausentarse mucho tiempo de su cocina. Es mejor, porque me gusta que los cocineros estén en sus cocinas, pero se trata de una decisión que va en contra del mainstream que, hoy en día, exige muchas giras y pop ups.

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