Humo, fantasía y espejitos de colores

Cocina Nacional y Popular

Viernes, 3 de marzo de 2017

Donde debiera haber fuego o por lo menos brasas, hoy solo vemos humo. Espejitos de colores, fantasía. Digámoslo de una buena vez: Los cocineros no somos dioses, ni seres omnipotentes. Por ello me sorprendo cuando un cocinero o un grupo de ellos, dice que está creando platos con características nacionales a partir de un estilo o tendencia, buscando nuevos sabores para catequizar al eventual comensal.

En gastronomía, como en otras áreas de la cultura, es el pueblo quien otorga una legitimidad confirmada con el paso del tiempo. Nadie, por muy poderoso que sea, puede indicar con su dedo qué plato debe gustar a la mayoría de las personas, qué sabores generan un placer entrañable, único.

Es curioso, pero hasta las modernas religiones monoteístas, para imponerse, debieron en su momento respetar leyendas, fechas y creencias anteriores de los distintos pueblos. Está claro que, cuando hablamos de gastronomía, excedemos el marco estricto de elaboración de un plato; nos estamos refiriendo al pasado, presente y futuro de un país describiendo los trazos más distintivos de su carácter, el modo en que conviven sus habitantes.

En la mesa es donde nos mostramos tal como somos, especialmente si estamos arropados por iguales que se identifican ante la misma comida. Es imposible cortar de raíz la tradición. Nadie rechaza los sabores familiares, reconocibles, porque refuerzan la identidad. En cocina, el proceso de creación, el intento de valorizar una cocina nacional, no puede incluir la idea de quemar las naves, o barajar y dar de nuevo.

La denostada (por ciertos iluminados) cocina de la abuela no ganará concursos, pero permanece. Ningún "primer premio" culinario, créanme, entrará en la historia de la gastronomía. Tal vez la inmediatez propia de la globalización, el deseo enfermizo de ser reconocidos ya, ahora, llevan a muchos a perder el rumbo. Imitar experiencias del exterior, buscar diseños impactantes, títulos de primera plana. Yo aconsejo no perder de vista la mejor cualidad del cocinero: la paciencia. Y, añadiría no olvidar aquella sentencia de Tolstoi: pinta tu aldea, y pintarás al mundo (traducido a nuestro rubro: conoce tu cocina, y comprenderás la ajena). Todos los platos emblemáticos son de autor anónimo, corregidos, fusionados y aceptados como parte de una cultura. No es casual que después de poco más de dos siglos, en la dieta básica de los argentinos se mantengan platos ya aceptados popularmente en tiempos de la colonia.

Tal vez con una salvedad: se dejó de comer pescado de río, se aumentó la ingesta de carne vacuna y se incorporó la pasta italiana. Pero en los recetarios, desde fines del Siglo XIX, se imponen los guisos y postres hispanos. En todo caso, será un error partir de una cocina personal para encontrar la cocina nacional. Sería nadar contra la corriente de la historia, desconocer la complejidad cultural que encierra el arte culinario. Morir en el intento. La cocina propia se debe defender con la misma pasión que utilizamos para defender la lengua, la música, la bandera.

Intentar en el laboratorio mezclar en tubos de ensayo ideas propias, elementos tomados de cocinas ajenas, y añadir un toque de argentinidad para pregonar una nueva gastronomía no es correcto, genera dañinas confusiones. Si el comensal no se siente identificado ni reconoce el plato, difícilmente se pueda hablar de empeño del cocinero por lograr una Nueva Cocina Argentina, será apenas un intento de lograr el ansiado minuto de fama.

Hace un par de años, en el diario La Nación se comentó la reunión de varios cocineros, muy mediáticos que, según la crónica, tenían el propósito nada desdeñable de buscar la identidad de la cocina argentina. Intentar definir y descubrir el ADN de los sabores, los productos de una nueva cocina con proyección global. Más de lo mismo: se intenta imponer de arriba hacia abajo. Como actividad lúdica, es aceptable; como propuesta marketinera, también. Pero, si quieres agua fresca, a beber de la fuente.

Sentarse en las mesas de nuestros paisanos (habitantes de un país), compartir la comida, observar y valorizar la cocina tradicional es la respuesta. Sin llegar a perlitas como las mencionadas en una nota de Clarín, donde refiriéndose a Francis Mallmann, escribieron que "entre sus especialidades podemos encontrar el chimichurri casero, y el cordero al Malbec, todos platos típicamente argentinos".

De la misma nota, rescato dos frases. La primera de Osvaldo Gross: "en la tele encontré mi lugar. La gente espera de mí el tono más académico, de enseñar recetas y explicarlo. No el show". La segunda, de Guillermo Calabrese: "la cocina es una profesión en donde nos conocemos todos. Hay gente que nunca apareció en la TV y nunca va a aparecer y es 150 millones de veces mejor que yo". Ser mediático no impide, a veces, ser sensato. Ser mediático no es un pecado. Pecado es enviar mensajes equívocos, hacerle el caldo gordo a la industria de la alimentación, ayudar a colonizar culturalmente nuestra gastronomía para instalar dietas globales, colaborando con la pérdida de la identidad, masificando sabores.

Mucha es también la responsabilidad de los periodistas gastronómicos, en tanto son formadores de opinión. En un país como España, con plumas como las de Néstor Luján, Xavier Domingo, Pepe Iglesias, Vázquez Montalbán y tantos otros, el crítico Rafael García Santos no tuvo inconvenientes en sumar enemigos afirmando: "los que escriben hoy de gastronomía son unos lameculos". Y añade: "no me gustan las tendencias, no me interesan las modas. Me interesa la reflexión intelectual....".

Creo que, efectivamente, hace falta reflexionar seriamente sobre el futuro de la gastronomía, de la cocina como elemento esencial de la Humanidad, no como divertimento de una elite de conocedores. Por suerte, no son pocos los periodistas que están atentos a la necesidad de profundizar en la historia, añadir contenido y opiniones propias a sus notas, más allá de la indispensable gacetilla que a veces imponen los medios a sus colaboradores.

Entiendo o al menos así lo percibo, que el público está ávido de información, necesitado de vestir ropa menos ajustada que la impuesta por la moda, con ganas de disfrutar en libertad sentado a la mesa sin miedo a que lo tilden de no estar enterado del último capricho del gurú de turno. Pero en general, las mesas tienen cuatro patas. Si de imponer una cocina a nivel internacional se trata, los cocineros deben tomar conciencia y deponer los egos, los periodistas tienen que investigar e informar, y los comensales valorizar los platos tradicionales.

Para afirmar bien la mesa, hay que sumarle un Estado que respalde los proyectos y esfuerzos privados. De Francia, España, México, Brasil y Perú, no hay que observar solo el éxito con que exportan sus propuestas gastronómicas, sino los caminos recorridos para llegar a la meta. Las cocinas con más carácter son las de aquellos pueblos que recibieron, y aceptaron, más influencias. Que no renegaron de su historia. Ergo, aceptar que la cocina argentina bajó de los barcos, sería un buen punto de partida.

Cierro con un dato: en 2016 ingresaron a España 75,3 millones de turistas. Sin negar el impacto publicitario de los muchos restaurantes con estrellas Michelin, intuyo que el 99% de los visitantes decantaron por degustar paellas, tortillas, pulpos, cochinillos y demás platos tradicionales de la península ibérica, guisos con aires celtas, romanos, germanos, árabes, asiáticos e ingredientes americanos. ¿Vox populi, vox Dei?




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