Mi perro es restaurateurMiércoles, 19 de enero de 2011El can negro quiere batir un récord. Desde mayo del año pasado, cuando Fondo de Olla apareció por primera vez en el ciberespacio, Nerón cambió de profesión cinco veces y, ahora, va por la sexta
En realidad, él dice que está quemando etapas a paso acelerado. Ya fue sommelier, periodista gastronómico, cocinero, mozo y prensero. Se ha ganado en este tiempo odios y amistades profundas. La verdad es que, por ser su amo, yo también me he ganado antipatías, pero al fin y al cabo uno prefiere un gesto poco cordial, a un saludo afectuoso pero hipócrita. El trabajo de consultor de prensa no le ha gustado mucho, parece, porque dice que hay muchos sinsabores, falta de agradecimiento de los clientes, que no valoran lo que uno hace (siempre les parece poco) y encima lidiar con periodistas venales que piden y piden, aunque muchas veces los periodistas tienen razón en quejarse (no en pedir) cuando el prensero se pone pesado, a veces pesadísimo e insufrible.
Pero no nos vayamos por las ramas; el perro me ha dicho que ahora su objetivo es ser restaurateur. Pucha, no es que al cánido le guste hablar en otros idiomas, sólo que no ha encontrado un sinónimo en castellano para el dueño de restaurante. Y decirlo así, no suena demasiado elegante. Por desgracia, yo no puedo enseñarle mucho de la difícil y siempre agobiante profesión de restaurateur. Hay que tener pasta por cierto, una vocación sin límites para aguantarse el sacrificio de estar siempre al frente del local. Como dice mi amigo Hugo Echevarrieta (por favor no le escriban más el apellido como Chavarrieta), hay que ser “bolichero”. Dudo de Nerón en tal sentido, no sé si en algún momento de la noche se tentará con tirarse a dormir la mona (digo la perra) en algún sitio recóndito del restaurante. Pero démosle la derecha.
Nerón tiene vía libre para ser restaurateur; sólo que le dije que se busque un socio capitalista y otro que le enseñe los secretos de cómo negociar con las bodegas y los proveedores de alimentos sólidos, a ponerse firme con el personal (dicen que el gremio es difícil) y a lidiar con clientes maleducados y muchas veces ignorantes. Como contribución a la causa, yo sólo pude contarle a Nerón algunas anécdotas para que sepa con quiénes se irá a topar, pero fundamentalmente para que no tome el ejemplo de algunos restaurateurs a los que es mejor perderlos que encontrarlos. “Nerón -le dije- una vez fui a un restaurante de Puerto Madero, acompañando a una amiga extranjera que comenzaba a trabajar con una bodega también foránea, para presentarle a alguien que podría analizar si le cabía incorporar sus vinos a la carta”. Sigo relatándole a Nerón que el contacto justo había tenido que salir de urgencia, pero nos atendió uno de los dueños. Ocurre que este señor de muy poco tacto, dijo mirando hacia los muelles del Yacht Club de P.M.: “Ve esas amarras, hay que pagar mucho dinero para tener el barco ahí, de igual manera si usted quiere poner sus vinos en mi mesa, tendrá que pagar por ello”, afirmó el especulador. A eso comúnmente le decimos tres por uno, cuatro por uno.
Me han contado de bodegas, le dije a Nerón, que aún cuando recién estás en obra, ya te tiran varias cajas de vino de regalo para que los tengas en cuenta en el futuro. Pero ojo al piojo, cuando el regalo es grande hasta del santo se desconfía. Tras contar hasta diez, le sugerí a mi amiga que hiciéramos mutis por el foro. Nos fuimos, luego tuve que contarle con vergüenza ajena cómo era la cosa en este país. “Nerón, nunca seas un restaurateur como ése”, le dije al perro. Y seguí contándole otras experiencias, como aquel chef propietario que llamó un día, y yo pensaba que era para agradecerme una nota, pero no, me dijo de todo porque había un error de tipeo en el nombre del local. “Si eso te ocurriera, Nerón, primero deberás agradecer la nota y luego, sutilmente, le dirás al susodicho que hubo una equivocación y que sería bueno hacer una fe de erratas, si no le parece mal al director de la revista”, le sugerí.
Otra vez, le conté a Nerón que una vez le llevé un regalo a un restaurateur porque había sido su cumpleaños, y yo había ido a comer con un colega que me había invitado para conocer el lugar justo ese día. Cuando me enteré del onomástico del dueño de casa, le comenté que iba a pasar al día siguiente para dejarle un vino de obsequio. Quise ser amable y agradecido. Fui entonces en horario de no atención al público, para no molestar, y el voluminoso chef estaba sentado en una mesa conversando con uno de sus empleados. Golpeé la puerta y éste salió a atenderme, le dije que llevaba un regalo para su jefe, cerró la puerta en mis narices, volvió al rato y me pidió que le dejara a él la botellita, porque el patrón estaba muy ocupado. Una bestia el hombre, muy desubicado. Anécdotas aparte, le di algunos consejos a Nerón sobre cómo manejar la situación cuando se encuentre con clientes pesados, ignorantes que se creen sabelotodos, los que devuelven un vino sin que haya motivo, los que quieren comer un pato muy cocido y no entienden que esa carne se come vuelta y vuelta o no sirve, qué hacer con periodistas mangueros, cómo identificar termitas, y sacarse de encima a la policía que va por la pizza diaria.
“Nerón, no me disgusta que tengas tu propio restaurante”, le manifesté a mi perro, para agregarle después como expresión de deseos: “Espero que nunca aparezca por ahí Federico Alejandro, el seudo periodista más denso jamás conocido”. Ahí sí se me acabó el libreto, no tengo idea qué cuerno va a hacer Nerón con este personaje si aparece. Si eso finalmente ocurriera, se los cuento en la próxima Olla del Perro.
En realidad, él dice que está quemando etapas a paso acelerado. Ya fue sommelier, periodista gastronómico, cocinero, mozo y prensero. Se ha ganado en este tiempo odios y amistades profundas. La verdad es que, por ser su amo, yo también me he ganado antipatías, pero al fin y al cabo uno prefiere un gesto poco cordial, a un saludo afectuoso pero hipócrita. El trabajo de consultor de prensa no le ha gustado mucho, parece, porque dice que hay muchos sinsabores, falta de agradecimiento de los clientes, que no valoran lo que uno hace (siempre les parece poco) y encima lidiar con periodistas venales que piden y piden, aunque muchas veces los periodistas tienen razón en quejarse (no en pedir) cuando el prensero se pone pesado, a veces pesadísimo e insufrible.
Pero no nos vayamos por las ramas; el perro me ha dicho que ahora su objetivo es ser restaurateur. Pucha, no es que al cánido le guste hablar en otros idiomas, sólo que no ha encontrado un sinónimo en castellano para el dueño de restaurante. Y decirlo así, no suena demasiado elegante. Por desgracia, yo no puedo enseñarle mucho de la difícil y siempre agobiante profesión de restaurateur. Hay que tener pasta por cierto, una vocación sin límites para aguantarse el sacrificio de estar siempre al frente del local. Como dice mi amigo Hugo Echevarrieta (por favor no le escriban más el apellido como Chavarrieta), hay que ser “bolichero”. Dudo de Nerón en tal sentido, no sé si en algún momento de la noche se tentará con tirarse a dormir la mona (digo la perra) en algún sitio recóndito del restaurante. Pero démosle la derecha.
Nerón tiene vía libre para ser restaurateur; sólo que le dije que se busque un socio capitalista y otro que le enseñe los secretos de cómo negociar con las bodegas y los proveedores de alimentos sólidos, a ponerse firme con el personal (dicen que el gremio es difícil) y a lidiar con clientes maleducados y muchas veces ignorantes. Como contribución a la causa, yo sólo pude contarle a Nerón algunas anécdotas para que sepa con quiénes se irá a topar, pero fundamentalmente para que no tome el ejemplo de algunos restaurateurs a los que es mejor perderlos que encontrarlos. “Nerón -le dije- una vez fui a un restaurante de Puerto Madero, acompañando a una amiga extranjera que comenzaba a trabajar con una bodega también foránea, para presentarle a alguien que podría analizar si le cabía incorporar sus vinos a la carta”. Sigo relatándole a Nerón que el contacto justo había tenido que salir de urgencia, pero nos atendió uno de los dueños. Ocurre que este señor de muy poco tacto, dijo mirando hacia los muelles del Yacht Club de P.M.: “Ve esas amarras, hay que pagar mucho dinero para tener el barco ahí, de igual manera si usted quiere poner sus vinos en mi mesa, tendrá que pagar por ello”, afirmó el especulador. A eso comúnmente le decimos tres por uno, cuatro por uno.
Me han contado de bodegas, le dije a Nerón, que aún cuando recién estás en obra, ya te tiran varias cajas de vino de regalo para que los tengas en cuenta en el futuro. Pero ojo al piojo, cuando el regalo es grande hasta del santo se desconfía. Tras contar hasta diez, le sugerí a mi amiga que hiciéramos mutis por el foro. Nos fuimos, luego tuve que contarle con vergüenza ajena cómo era la cosa en este país. “Nerón, nunca seas un restaurateur como ése”, le dije al perro. Y seguí contándole otras experiencias, como aquel chef propietario que llamó un día, y yo pensaba que era para agradecerme una nota, pero no, me dijo de todo porque había un error de tipeo en el nombre del local. “Si eso te ocurriera, Nerón, primero deberás agradecer la nota y luego, sutilmente, le dirás al susodicho que hubo una equivocación y que sería bueno hacer una fe de erratas, si no le parece mal al director de la revista”, le sugerí.
Otra vez, le conté a Nerón que una vez le llevé un regalo a un restaurateur porque había sido su cumpleaños, y yo había ido a comer con un colega que me había invitado para conocer el lugar justo ese día. Cuando me enteré del onomástico del dueño de casa, le comenté que iba a pasar al día siguiente para dejarle un vino de obsequio. Quise ser amable y agradecido. Fui entonces en horario de no atención al público, para no molestar, y el voluminoso chef estaba sentado en una mesa conversando con uno de sus empleados. Golpeé la puerta y éste salió a atenderme, le dije que llevaba un regalo para su jefe, cerró la puerta en mis narices, volvió al rato y me pidió que le dejara a él la botellita, porque el patrón estaba muy ocupado. Una bestia el hombre, muy desubicado. Anécdotas aparte, le di algunos consejos a Nerón sobre cómo manejar la situación cuando se encuentre con clientes pesados, ignorantes que se creen sabelotodos, los que devuelven un vino sin que haya motivo, los que quieren comer un pato muy cocido y no entienden que esa carne se come vuelta y vuelta o no sirve, qué hacer con periodistas mangueros, cómo identificar termitas, y sacarse de encima a la policía que va por la pizza diaria.
“Nerón, no me disgusta que tengas tu propio restaurante”, le manifesté a mi perro, para agregarle después como expresión de deseos: “Espero que nunca aparezca por ahí Federico Alejandro, el seudo periodista más denso jamás conocido”. Ahí sí se me acabó el libreto, no tengo idea qué cuerno va a hacer Nerón con este personaje si aparece. Si eso finalmente ocurriera, se los cuento en la próxima Olla del Perro.