Estacionalidad en el consumo de vino: hay que romper la rutina

Miércoles, 8 de abril de 2015

Mucho se habla sobre la estacionalidad de los alimentos y las bebidas. Eso también sucede con el vino, ya que la temperatura o la época del año tiene una enorme influencia en la elección de consumo.

Como casi todo consumidor ilustrado sabe, la degustación de vinos lleva implícita una gran carga de subjetividad. La comprobación más típica de esta premisa se da al beber dos botellas del mismo vino en ocasiones diferentes, encontrándolas completamente distintas. ¿Puede ser posible un cambio de apreciación tan radical? Tal vez, pero lo más probable es que los sentidos, en complot con nuestro cerebro, nos hayan jugado una mala pasada. Si a ello le sumamos las condiciones ambientales (que pocas veces se toman en cuenta), es muy posible que la verdadera diferencia haya estado en nosotros y no en el vino. Y vaya si hay razones para considerar esto último. Cuando bebimos la primera botella, lo hicimos un determinado día, con un cierto estado físico y anímico, en un cierto lugar y a una cierta temperatura. Al beber la segunda, seguramente, esas variables se modificaron en forma sustancial, haciendo que en esa ocasión, a pesar de tratarse de un ejemplar idéntico al primero, nos haya parecido “diferente”.

La interacción entre el ambiente y las conductas de consumo en materia de vinos nunca ha sido, hasta donde sabe el que suscribe, estudiada con la debida profundidad. Sin embargo, debería ser un tema de gran preocupación entre las bodegas, dado que la variabilidad de las ventas de acuerdo a la época del año (la famosa “estacionalidad”) modifica completamente la composición de los números. Dejando de lado a los espumantes, que llegan a su cenit comercial para las fiestas de fin de año por un tema puramente social y cultural, algunos vinos aumentan o contraen su participación en la torta hasta valores asombrosos debido a una simple cuestión de fechas y clima.

Los vinos blancos son el ejemplo más notorio del fenómeno: según algunos referentes comerciales de la vitivinicultura nacional, la relación puede llegar a ser de hasta cinco a uno cuando se comparan los períodos de noviembre a abril, y de mayo a octubre.

La explicación de fondo involucra tanto a los vinos como a las comidas,  puesto que cuestiones tales como las calorías ingeridas, entre otras, hacen que una misma preparación no sea igualmente recibida por el organismo en diferentes momentos climáticos. En tiempos de calor, todos buscamos comer cosas frescas, ricas en líquidos y poco calóricas, mientras que en épocas de frío los parámetros son opuestos. Alimentos con mayor contenido graso, preparaciones más densas y picantes son bien toleradas por el cuerpo y mejor recibidas por el ánimo.

Algo parecido sucede con el acompañamiento vínico: como regla general, cuanto más frío es el clima más corpulentos se necesitan y toleran los vinos (incluso con un poco más del alcohol), en tanto que el calor produce una necesidad fisiológica natural de aquellos con porte fresco y fluido. A esto hay que agregar los elementos psicológicos del entorno, como imágenes y estereotipos, que juegan a favor de tales modos de proceder. Siguiendo ese razonamiento, una noche invernal al abrigo de un fuego de chimenea, con la calidez hipnótica que producen los leños crepitando, no se condice muy bien con un vino blanco frappé, más adecuado para la contrapartida de un almuerzo estival junto a la piscina.

Pero la clave de todo es adecuar la bebida a lo que comemos sin darle importancia a la marca del termómetro.

Lo visto parecería crear una virtual imposibilidad para franquear esa barrera tan etérea como sensible de la estacionalidad en el consumo de vinos. La necesidad de adaptar lo que tomamos al clima parece ser contundente, insuperable. Pero, ¿es así, en verdad? ¿No será un problema de falta de imaginación? Si aceptamos calladamente la uniformidad de las costumbres tradicionales, por ejemplo, la llegada del fresco hace casi necesario transitar las alternativas más poderosas de los tintos junto a platos de sabor intenso como pucheros, cazuelas, arroces bien condimentados, carnes de caza y guisos. No obstante, cabría preguntarse si todo el mundo come solamente guisos, pucheros y comidas pesadas durante los tres meses del invierno, o si nadie se atreve a consumir algo más que ensaladas y platos fríos desde diciembre hasta marzo. La respuesta es obvia y también contesta una pregunta anterior: se trata de un simple problema de imaginación, de falta de creatividad a la hora de comer y de buscar los vinos adecuados.


Ni los vinos ni las comidas tienen estaciones predeterminadas. Tanto unos como otras, ofrecen un abanico de posibilidades enorme que supera con holgura cualquier límite imaginario que se pretenda imponerles en función del tiempo climático. Por eso, hay que animarse a tomar más blancos en invierno, más tintos en verano, y más espumantes fuera de las fiestas. Porque en esas cuestiones, como en tantas otras, lo que vale es la actitud.  

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