"Gobierna a tu pueblo como cocerías el más pequeño de los peces"

A buena hambre no hay pan duro

Viernes, 7 de junio de 2019

El pragmatismo de nuestros más lejanos antepasados para alimentarse y sobrevivir, hizo posible que nosotros estemos aquí, supuestamente evolucionados, alrededor de mesas con exquisitos manjares. Pero muy distinta fue la génesis gastronómica de aquellos cazadores recolectores, apenas erguidos. El objetivo inicial estaba lejos de algo parecido a la gula, se trataba de sobrevivir. "A buena hambre no hay pan duro", dice el refrán español.

El obvio significado, según el Instituto Cervantes es que "cuando uno está hambriento, ha de comer lo que encuentra y no poner reparos a la calidad de lo que tiene a su alcance o de lo que se le ofrece". O bien que "en un sentido más amplio, cuando se tiene necesidad, no se pone reparo alguno".

Hace unos años leí una frase que me encantó: "gobierna a tu pueblo como cocerías el más pequeño de los peces". No anoté quién era el autor, que supuse chino, y luego lo busqué infructuosamente en libros de Internet.

Concluí que tal vez no lo había leído, sino soñado. Pero la cuestión es que, sin duda, la paciencia, perseverancia y el sentido común de un buen cocinero son cualidades necesarias para sobrellevar todo tipo de adversidades, en cualquier orden de la vida.

Muchos platos que se mantienen vigentes por siglos y nos encantan, se deben a un ser anónimo que supo hacer virtud de la necesidad, y no a un iluminado cocinero profesional.

En situaciones difíciles, de vacas flacas, quien debe elaborar algo para llevar a la mesa agudiza el ingenio y con lo que hay a mano resuelve la cena, satisfaciendo el hambre, nunca la gula. No está de más, en este contexto, recordar un proverbio árabe: "pisarás el umbral del bienestar cuando empieces a sentirte satisfecho con apenas nada".

Platos que nacieron desde la pobreza, terminaron imponiéndose en el paladar de la gente. Y no hablo de complicadas elaboraciones, sino incluso de la llamada "comida chatarra", mascarón de proa de las grandes corporaciones alimentarias.

Si hay un producto alimenticio industrial emblemático a nivel global es la hamburguesa, la original, la de carne roja. Símbolo de una cada vez más cercana dieta única, la hamburguesa ha ganado todos los mercados, todas las clases sociales, sin distinguir ideologías ni religiones.

La "santa" hamburguesa, dicen sus apologistas, democratiza paladares pero en el camino, acoto yo, destruye identidades y no resulta buena para la salud su ingesta compulsiva. Sin embargo, muchos apuestan a su elaboración y venta, alegando con justicia motivos económicos.

El negocio está en las hamburguesas. No lo digo yo, lo declaró Germán Martitegui. "Si buscara el negocio, tendría una hamburguesería", afirmó. Mauro Colagreco, más parco, se limitó a abrir sus hamburgueserías "Carne" en la Argentina, y Adriá sus "Fast Good" en España.

Además, sin ninguna posibilidad de un micrófono para comunicar sus preferencias, ni exposición mediática que les otorgue impunidad, cientos de miles de nuevos cocineros apuestan, sin dudarlo, a la hamburguesa.

Basta una recorrida por Palermo y otros barrios porteños. Hablamos de un caso extremo, de un bife de carne picada con antecedentes en la lejana Mongolia, navegando en un barco de emigrantes que zarpó de Hamburgo y amarró en Nueva York. Fue comida callejera para los obreros de origen alemán y luego fue apropiado por la industria para colonizar los paladares en todo el planeta. Emblema de la cocina estadounidense. De mendiga a reina del baile.

Por supuesto, muchos otros platos despreciados en su momento por los sibaritas, terminaron siendo manjares para pueblos enteros, sin llegar a ser industrializados. Sin ir más lejos, en nuestro país, las achuras desechadas por las clases acomodadas, fueron aprovechadas por esclavos y gentes del pueblo menudo (como se llamaba a los pobres), y luego de un largo tiempo pasaron a integrar la exquisita parrillada argentina en la restauración pública y en los hogares.

Si fuéramos humildes y prácticos, podríamos reparar en cientos de platos exquisitos, sencillos y económicos de la cocina porteña y regional.

En tiempos de crisis, es prudente retomar los recetarios tradicionales antiguos, y revalorizar alimentos que han salvado de hambrunas a millones de personas. Empezando por el pan, las papas, el maíz, el pescado, huevos, por nombrar unos pocos. Grimod de la Reyniére, un pionero del periodismo gastronómico, y con altibajos en su economía personal pero mucho ingenio, escribió: "una buena sopa es la gran comida del pobre, un disfrute que a menudo el rico le envidia. La sopa de cebolla, también nacida pobre, llegó a la alta cocina. El consomé nace del humilde consumado, caldo de la olla podrida hispana. En España, la sopa de ajos es otro ejemplo del ingenio popular. Ni que hablar del bacalao, pescado salado consumido por los más pobres de toda Europa por su bajo costo, considerado hoy manjar de ricos.

En plena Guerra Civil Española, el editor y gastrónomo catalán Ignási Domenech i Puigcercós escribió en 1938 "Cocina de recursos", con recetas de la cocina de subsistencia; ingeniosos platos como la tortilla de papas sin huevos ni papas; chuletas de arroz; indicaciones de cómo deben alargarse las raciones de pescado frito; calamares fritos sin calamares o la sopa bullabesa sin pescado.

Todo era posible con tal de engañar al estómago, cuando la obsesión de toda la población era la comida. El libro, sin embargo, no pudo ser publicado hasta que finalizó la guerra, y se levantó la prohibición para publicar obras referidas a la gastronomía.

Domenech, que había trabajado en el Hotel Savoy de Londres a las órdenes de Escoffier, sufría penurias en una Barcelona devastada. Una de sus recetas más célebre, es la "tortilla sin huevo de gallina para los casos de necesidad", a base de harina, bicarbonato, perejil, ajo, apio, agua y unas gotas de aceite. En tiempos de escasez, cuando guisar parece un imposible, con imaginación y sin soberbia se logra preparar comidas con lo que haya, apetecibles y sabrosas.

De hecho, en su libro, el cocinero catalán incluyó platos con flores o algas, buñuelos de crisantemos al ron, girasoles rebozados, y pétalos de rosa con leche y miel, corrientes hoy en los menús de "autor".

En 1810, mientras en Buenos Aires se inicia una revolución y Europa sufre las consecuencias de las guerras napoleónicas, el cocinero Nicolás Appert publicó sus investigaciones en "El libro de todos los hogares: El arte de preservar sustancias vegetales y animales por muchos años", iniciando la industria de las conservas y alimentos enlatados.

La necesidad tiene cara de hereje. La alimentación, desde siempre, fue la mayor preocupación de los gobernantes. Roma temblaba cuando los barcos con trigo se demoraban más de la cuenta. El hambre lleva al caos.

El caso de los países ricos, o complejo de ricos, es dramático para gobernantes y gobernados. Sucede que los alimentos tienen también un prestigio social, definen por aquello de "dime que comes y te diré quién eres".

Aquí mismo, a orillas del Río de la Plata, no comer carne todos los días de Dios, es considerado una tragedia. Incluso hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes cambiaron la dieta original de su estirpe, y reclaman su bife en la mesa.

Muchos cocineros resuelven el dilema ofreciendo pantagruélicos sánguches de hamburguesas "gourmet", demostrando que la dieta está empeorando debido a la globalización, que los niños y jóvenes comen mucho peor que aquellos antepasados que sobrevivieron a hambrunas y guerras gracias a su ingenio y sentido común; cuando las empresas alimentarias no decidían que se produce y que se consume, ni invadían el mercado con comidas poco saludables, sin que ningún gobierno se ocupe del tema.

Tal vez por ello fijé en la memoria la frase mencionada al principio: "gobierna a tu pueblo como cocerías el más pequeño de los peces". O sea, con delicadeza, paciencia, sentido común y conocimiento de las reglas culinarias. Cuidando no dañar la mínima materia prima, distribuirla equitativamente, dotándola de los mejores aromas y sabores.

Algún lector me dirá que hubo cocineros que ocuparon cargos administrativos y no descollaron como funcionarios. Está claro que se trata de una simple metáfora, o un guiño para que dentro de las políticas de Estado, del país que sea, la gastronomía (los alimentos, la cocina, y el ceremonial de consumo), sea tratada como esencial dentro de las áreas que pueden darle mayor bienestar a la población. Los buenos hábitos alimenticios mejoran la salud, y ayudan a organizar la economía doméstica.

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