¿LA BRIGADA OTRA VEZ AFUERA?

¿Este bife no merece estar en los 50 Best?

Jueves, 10 de septiembre de 2015

A un par de semanas para la elección de los 50 "mejores" restaurantes de Latinoamérica, todo parece indicar que volverán a ignorar a La Brigada, la gran parrilla porteña propiedad de Hugo Echevarrieta.

Dinos, pues, ¿qué te parece? ¿Es lícito dar tributo a César, o no? Pero Jesús percibió la malicia de ellos y les dijo: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario. Entonces les dijo: ¿De quién es esta imagen y la inscripción? Le dijeron: De César. Y les dijo: Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.

Evangelio según San Mateo, 17-21

Siempre el mes anterior a que se devele el misterio de las listas de los 50 Best de Latinoamérica -el ranking llevado adelante por la revista británica Restaurant- está plagado de rumores, indignaciones súbitamente premeditadas, aplausos por justicia, artículos críticos, artículos laudatorios y un sinnúmero de coloridas declaraciones públicas que provocarán peleas, alianzas y luchas intestinas en el ámbito de la gastronomía vernácula y latinoamericana.

En este sentido, cuando Juan Carlos me pidió que escribiera un artículo de alabanza al ojo de bife de La Brigada, entendí que se enmarcaba dentro de los Idus Sextilis. Más aún con el título que lleva esta nota. Fue entonces que el disparador me puso a pensar qué significa para mi el ojo de bife de La Brigada, La Brigada en sí misma y Hugo Echevarrieta en particular. Porque hay platos que son indivisibles a sus creadores, como el coulant de Michel Bras o el carpaccio de llama de Sergio Latorre. Pero ¿cómo puede algo tan primario como un pedazo de carne vacuna a la parrilla transformarse en un producto indivisible a quien lo cocina? La carne asada en teoría es indistinguible. Obviamente hay miles de cosas que influyen en que esté bien o mal hecha, pero no lleva la firma de su autor.

Excepto en La Brigada.

Desde hace meses Hugo Echevarrieta me hace acordar a Fernand Point, el genial restaurador francés. La historia de Point es muy interesante. Empezó a cocinar a los diez años y como en el caso del titular de La Brigada, su padre murió joven y tuvo que tomar responsabilidades y hacerse adulto de golpe. Reformó su restaurant y cambió su nombre por uno que sería mítico: La Pyramid. En sus cocinas se formaron los cocineros que dominarían la escena mundial de la gastronomía durante cincuenta años como por ejemplo quien fuera su mano derecha, Paul Bocuse o los hermanos Jean and Pierre Troisgros. Point era famoso por su severidad dentro de la cocina, por su bromas y su fantástico espíritu de hospitalidad fuera de ella. Por ejemplo es famosa la anécdota en donde distrajo a un policía haciéndole probar sus platos mientras el personal del restaurant le pintaba la bicicleta de color rosa. Lo más tradicional de la sociedad parisina comía en su restaurant -el primero en la Historia en obtener tres estrellas Michelin que mantendría hasta la muerte de Point- pero también comían allí el cartero, el policía -como mencionamos- y cualquier trabajador cuya responsabilidad lo llevara a La Pyramid. El punto quizás más emocionante de la carrera del genial restaurador fue en los prolegómenos de la II Guerra Mundial cuando decidió cerrar al mediodía con el fin de ocupar el espacio y el tiempo para darle de comer a los refugiados que huían del fascismo del Frente Nacional de Franco y de la Alemania Nazi. Cuando Francia cae, el restaurant de Point se transforma en el lugar elegido por los comandantes alemanes debido a lo genial de su cocina y servicio. Point indignado, decide cerrar el restaurant definitivamente en 1942 para reabrirlo recién en 1945 con Alemania derrotada.

Salvando las enormes distancias también en la figura de Hugo Echevarrieta hay pequeñas heroicidades jamás narradas por él pero que uno se va enterando a través de sus amigos y conocidos. Por ejemplo solía abrir La Brigada antes del horario habitual únicamente para que uno de sus amigos cuya hija sufría de leucemia y se atendía en el Hospital Garraham pudiera almorzar antes de empezar con el duro tratamiento que se extendía durante horas. Hugo también fue capaz de -con tal de respetar la mesa de uno de sus amigos que de cualquier manera no hubiera protestado- dejar en la fila de ingreso de La Brigada bajo la lluvia a Francis Ford Coppola, visita ante la cual todos hubiéramos temblado. Pero cumplir con su amigo era más importante. Hoy en día Coppola es habitué de La Brigada cada vez que visita Buenos Aires e incluso tiene su propia caja de vinos en la cava del restaurant. De ese tipo de anécdotas Hugo tiene docenas, pero en las que él cuenta, el protagonista es otro y la virtud está en el otro, como cuando todavía al día de hoy le agradece a Raúl Alfonsín porque públicamente lo saludó y le gestionó una habitación en un conocido hotel de Mar del Plata donde no lo querían como huésped quizás debido -como explica él- al pelo largo que tenía en esa época.

Todo visitante internacional que se precie de tener cierta fama pasa por La Brigada. Si no pasa, no estuvo en Buenos Aires. Todos quieren conocer La Brigada. Conozco dos casos -de uno yo fui testigo y del otro lo fue Fola- en donde vegetarianos con años a cuestas sin ingestas de carne dejaron de lado sus creencias ante lo que tenían adelante. En mi caso ni siquiera era el ojo de bife sino ¡achuras!. Almorzando con Mariano Bambaci, el chef ejecutivo de Catae, uno de los grandes restaurants de Chile, me ha dicho que jamás había tenido una experiencia similar. Las paredes atestiguan las visitas de famosos que piden sacarse una foto con Hugo. Algunos hasta han sabido transformarse sino en amigos -la palabra es muy exigente- en gente querida, como es el caso de Joan Manuel Serrat. Pero la mayoría de los amigos de Hugo son desconocidos. Clientes que lo siguen desde hace décadas, runfleros del barrio, caminantes o gente como quien escribe esta nota, sin ningún tipo de mérito como para recibir tantas muestras de afecto de su parte. Julián de Dios cuenta la siguiente anécdota: cuando estaba cenando en Le Baratin -el bistrot de París preferido de los grandes cocineros del mundo- pudo presenciar una discusión entre Gerard, el jefe de sala, y su chef propietaria Raquel Carena, en la cual Gerard le decía que las mollejas de La Brigada eran las mejores del mundo y superiores a las de Le Baratin, ante lo cual Raquel lo miraba incrédula.

En la industria del whisky los años que una malta descansa en un tonel no son fruto de la casualidad. Hay una persona que se llama Master Distiller que es quien determina cuáles son los años en los cuales el whisky encuentra su mejor expresividad, sus notas más relevantes, su identidad más precisa. En La Brigada la carne se prepara de una manera similar y hay que dejar a su dueño -que seguramente haya despostado mayor cantidad de medias reses que cualquier dueño de restaurant del mundo- determinar cuál es el punto correcto para comer cada pieza de carne de todas las opciones que tiene el menú. No es un lugar para imponer gustos sino para agradecer la posibilidad de entrar en una nueva dimensión de sabor. Tampoco es un lugar para andar fijándose en los precios. No es barato, pero tiene la mejor escuela de camareros del país -alguno de ellos están con Hugo desde que abrió- y por otra parte como en los grandes restaurants del mundo uno debe ir allí a vivir una experiencia y no simplemente a comer. Y no es uno quien le dice al director de la obra qué escena viene antes de cuál y cómo tiene que ser la postura de los actores.

El secreto de La Brigada es simple: Hugo es un ejemplo de la restauración. Vive para su boliche. Es el primero en llegar y el último en irse. Trabaja todos los días de la semana, excepto uno e incluso ese día únicamente se toma franco por la tarde. Él mismo recibe la carne y la desposta cada mañana. Tiene el mismo proveedor desde que abrió -como Jiro Ono- y no lo cambia porque no hay que cambiar un matrimonio que funciona bien. Consume tanta carne como produce una estancia de dimensiones medias. Y la carne es cien por ciento pastura porque no precisa agregarle nada, ni siquiera tiempo. Es perfecta como está. No obstante Hugo es cualquier cosa menos un negado. Constantemente me ha pedido artículos y literatura para saber qué se hace con la carne alrededor del mundo, cómo se la trata, cuáles son las tendencias. Le gusta saber y estar bien informado. Entiendo en que esa es otra razón del éxito de La Brigada: la falta de soberbia.

Otro año más en el que seguramente La Brigada no entrará en el ranking de los 50 Best. Su dueño no hace relaciones públicas, no quiere caerle bien a nadie, invita únicamente a sus amigos y no se conmueve con la fama y con el dinero. Por sus mesas han pasado presidentes, deportistas, artistas, científicos, lo más renombrado de todas las ciencias y actividades humanas. No voy a especular sobre por qué razón no está en la lista pero sí diré que Hugo no está interesado en transigir ni siquiera en un punto de su ética con el fin de estar. Es la encarnación de la máxima radical de Leandro Alem: que se rompa y no se doble. Es posible que como todos los años sí aparezca La Cabrera y por los rumores que he oído, este año también aparecerá Don Julio. Como dijo Artigas, con la verdad no ofendo ni temo y por eso digo que para éste redactor esos dos restaurants de carnes son muy buenos, pero están por debajo. Por suerte en estos niveles la opinión es un hecho subjetivo y por tanto bajo esa subjetividad puedo decir abiertamente lo que pienso, y sin embargo invito a los lectores a hacer las comparaciones pertinentes.

Por esto y no por otra cosa empecé esta nota con la cita bíblica en la cual Jesucristo establece que hay que darle a cada uno lo que le corresponde. Aunque por otro lado, la parte emotiva de mi cerebro repite como una letanía: ¿Este bife no merece estar en los 50 Best?

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