El hábito de la picada creció con los años hasta convertirse en uno de los rituales gastronómicos más festejados y frecuentados por todos los argentinos. Las posibilidades de acompañamiento vínico son, en ese sentido, casi infinitas.
Allá por Junio le dedicamos una nota a las tapas, y ahora haremos lo propio con las picadas, que son algo parecido, pero no igual. Porque, ¿quién no practica con cierta habitualidad ese ritual en sus múltiples versiones, en diversas circunstancias y en cualquier época del año? Adicionalmente a todas las bondades que le son propias , semejante manera de disfrutar el momento gastronómico permite acceder a un número importante de beneficios que no ofrece la comida tradicional, como la posibilidad de llevarlo a cabo bajo el modo de “a la canasta”, la menor cantidad de platos para lavar y la rapidez con que se puede montar, tanto sea en la propia casa como en cualquier situación al aire libre. Ahora bien, considerándolas como una posibilidad cierta de probar variedades y calidades de alimentos, no está nada mal aprovechar esas ocasiones para hacer algo similar con los vinos que acompañan. Cepajes, cortes y estilos determinan el sabor justo según cada paso, porque una ronda de picada es también una noche para descubrir sensaciones. Y esa es, precisamente, otra ventaja para remarcar. Mientras que una comida regular obliga a ajustar el maridaje a los pocos platos servidos (por lo general, una entrada, un principal y un postre), las picadas no reconocen fronteras a la hora de hacer pruebas de sabores entre botellas e ingredientes.
Veamos el tema de los quesos. A diferencia de lo que ocurre con las carnes, su grasitud láctica no produce un choque de sabores junto a los tintos recios y de cuerpo; al contrario, es la mejor combinación. Los blends de alta gama se subliman con ejemplares estilo parmesano, gruyere y fontina. Los quesos con un pronunciado gusto salado, como la mozzarella, se llevan con tintos de cuerpo medio a liviano en la línea de Pinot Noir y Sangiovese. Los de oveja y cabra prefieren blancos frescos, de buena acidez, y los quesos azules o de gusto punzante (roquefort, camembert, brie), armonizan perfectamente con vinos dulces. En el caso de los fiambres es prudente guiarse por algunas premisas basadas en sus distintos tipos, lo que a su vez permite avanzar sobre ideas concretas respecto a los caldos que habrán de acompañar. Los jamones se llevan bien con los tintos, y muy especialmente el jamón crudo, que va de maravillas con todos aquellos potentes y criados en roble. En materia de ahumados (jamón, panceta, lomo), que cuentan con ese ingrediente que les da su nombre, lo mejor es optar también por los vinos rojos intensos (Malbec, Cabernet Sauvignon, Syrah), de buen porte y persistencia. Hay que tener cuidado con los embutidos tipo salames, chorizos y longanizas, dado que su alto componente graso y la eventual presencia de granos de pimienta u otros ingredientes de sabor agresivo no favorecen la ingesta de tintos. Para ellos, muchas veces, son preferibles los blancos frescos, al igual que con la mortadela. Los patés y el leverwurst no suelen presentar problemas ya que se los unta en panes , tostadas o galletitas, y por eso aceptan de buen grado a tintos amables tipo Pinot Noir o Merlot, amén de algún rosado o blanco fresco. El maridaje regional es siempre un camino acertado: para ahumados patagónicos, por ejemplo, nada mejor que los productos vínicos de la región, y la regla puede seguirse en todo aquel bendito lugar en el que se elaboren quesos, fiambres y vinos.