Los cocineros y el lado oscuro de las estrellasLunes, 29 de junio de 2015
Por: Manuel Corral Vide
La fama es efímera y los premios a veces no te dejan ver la realidad. Manuel Corral Vide, nuestro chef escritor, reflexiona esta vez sobre los premios que encandilan a muchos de sus colegas.
Frase destacada:
No todos sobreviven a un premio porque, tal vez, nadie repara en la cara oscura de la luna ni en lo pernicioso que puede ser que te rindan pleitesía.
Releyendo viejas revistas encontré información de muchos hombres y mujeres, políticos, artistas, intelectuales, deportistas. Me enteré de sus premios, su fama, los elogios que le dedicaban los cronistas de la época, la vida maravillosa que les auguraban. Me llamó a reflexionar sobre lo efímero de la fama, el constatar que el 99 % de dichos personajes son en la actualidad ilustres desconocidos, y que, por ejemplo, artistas plásticos y escritores, poetas obviados o criticados sin piedad por la prensa, son hoy clásicos o referentes, que la joven actriz de la Paramount no pasó de ser el pasatiempo de un productor lujurioso, y la promesa del deporte brilló solo minutos.
Hace 15 ó 20 años conocí a un destacado publicista y productor de radio que, por circunstancias personales, un ACV y traiciones de amigos, esposa y colegas, estaba tratando de rehacer su vida personal y profesional, luchando contra la indiferencia y las puertas que no se abrían a su llamado, como en sus tiempos de gloria. En su humilde oficina, lucían su abandono una docena de los codiciados premios Martín Fierro, ganados en buena ley. Lejos de los reflectores se veían pequeñitos, opacos, gauchos caídos en desgracia como aquel creado por el genio de José Hernández.
Nadie repara en la cara oscura de la luna, ni en lo pernicioso que puede ser un premio. En el rubro gastronómico, un cocinero llegado de Europa Central hace unos meses, para intentar la heroica aventura de abrir un restaurante en Buenos Aires, me pidió información sobre los inspectores (que supuestamente ostentan riguroso anonimato) de la otrora prestigiosa guía Michelin; una luz de desencanto cubrió su mirada cuando le informé que dichos personajes no habían desembarcado aun en esta orilla del Río de la Plata, pero (traté de animarlo) tal vez podrían reparar en su talento los allegados a la empresa San Pellegrino que resuelven cuáles son los 50 mejores restaurantes del mundo.
Sucede, mis amigos, que muchos se desesperan por obtener un premio como si ese fuera el camino y la meta, la felicidad misma. En una revista especializada editada en España, publicaron una entrevista a tres de los jóvenes cocineros que, juntos, reunían 8 estrellas Michelin. El encuentro se realizó en una conocida casa de comidas con 50 años de antigüedad. En determinado momento, el periodista invita al dueño del establecimiento a unirse al grupo. Este se sienta, oye un buen rato las opiniones de los chefs, y dice con una sonrisa: “mirad, en verdad no entiendo ni jota de vuestro discurso, aunque veo sois apasionados y seguramente honestos, pero una cosa es segura, entre los tres no hacéis en 5 años los cubiertos que yo hago en un mes”. El hombre puntualizó que, en definitiva, se trata de cocinar para gente que quiere comer bien, más allá de modas y premios.
Ocurre que se anuncian las cosas maduras, pero no las verdes de los premios, nada se cuenta de los sinsabores que pueden provocar las alabanzas y las luces de colores que, como recuerda más de un tango, encandilaron a las milonguitas hasta hacerlas caer en el fango. No todos sobreviven a un premio. Tal vez emulando el trágico fin del cocinero Francois Vatel, que en abril de 1671, al servicio del Príncipe de Condé en su castillo de Chantilly, debe organizar grandes banquetes en honor del Rey Luis XIV de Francia. Y el último día, viernes, desesperado porque no llegaba el pescado, se suicida clavándose su propia espada.
En febrero de 2003, el chef Bernard Loiseau se voló la cabeza con su escopeta de caza, cuando le llegó el rumor de que le sería retirada la tercera estrella Michelin. Si bien sufría de depresión desde hacía un tiempo, su viuda culpó a la prensa por la decisión de quitarse la vida. Dos años después, Alain Senderens disparó (metafóricamente), refiriéndose a los restaurantes galardonados: “En estos locales se hace mucho teatro, tienen poco que ver con la vida real. Es un sistema que me parece un poco pasado de moda”. Y abrió un debate, que sigue vigente, al renunciar a sus tres estrellas.
El belga Fredrick Dhooghe aseguró que sería feliz si se sacaba de encima los premios, para “poder servir un pollo asado, sin que ellos me digan que ese tipo de plato no es digno de un restaurante con una estrella”. Muchos lo hicieron: El famoso Joel Robuchon en 1996. Le siguieron, como dijimos, Alain Senderens en 2005, Antoine Westremann en 2006, y Olivier Roellinger en 2008, que argumentó que “elegía vivir una vida más tranquila”.
En España, es paradigmático el caso de Casa Julio. Su propietario resumió con sencillez los motivos para pedir que le retiren la estrella otorgada: “presión excesiva y ciertas reticencias hacia todo lo que se genera alrededor de una estrella, las técnicas pretendidamente rocambolescas, esa afición de algunos a vender humo”. Sin duda hay que ser muy ingenuo para suponer que los premios son panaceas, émulos del vellocino de oro. Para muestra, basta un botón. El Restaurante Donatella, uno de los más prestigiosos de Italia, ubicado en un pueblo de 1300 habitantes en el Piamonte, ha decidido devolver la estrella que mantuvo durante siete años. Donatella Belloti, propietaria junto a su marido, el chef Mauro Belloti, da sus razones al periódico ABC sin eufemismos: “La decisión forma parte de una elección de vida. Para nosotros cuenta la sencillez. Queremos ser un restaurante que cocina para la gente que vive cerca de nosotros. Si no es así, ¿qué sentido tiene?”. Donatella confiesa que ella y su marido son personas sencillas, a las que no les interesan las modas, y señala que “para tener una estrella Michelin hay que contar con determinadas características: el comedor debe ser importante, al igual que el servicio, y comida de alta calidad. Pero los gourmets que frecuentan restaurantes con estrellas buscan algo más que nosotros no estamos en condiciones de dar. Por ejemplo, el chef debe salir al comedor a saludar al cliente, cosa que nunca hace mi marido, porque es muy tímido y no le gustan las entrevistas ni aparecer en televisión”. Clarísimo. La fama no llega sola, la acompañan consecuencias que no siempre se parecen a la felicidad.
Volviendo a España, Miquel Ruiz también renunció a sus estrellas para abrir en Dénia El baret de Miquel, un pequeño bar de pueblo convertido en todo un centro gastronómico de la zona. El chef Joan Borràs renunció a su estrella en el Hostal Sant Salvador de Vall de Bianya (Girona), tras sufrir un tumor cerebral. Los motivos pueden ser muchos, incluyendo el económico. Porque prácticamente ningún restaurante de este tipo, es rentable. Ferran Adrià se cansó de explicar en su momento que llegó a perder medio millón de euros al año con elBulli.
En el libro El inspector se sienta a la mesa, de Pascal Remy (un exinspector de la Guía Michelin), se cuenta que la primera consecuencia de recibir el premio es invertir más dinero en el establecimiento para estar a la altura. No sería entonces descabellada la idea de que algunos inversores se presenten espontáneamente, cual buitres, para apoyar en su crecimiento al feliz galardonado. Generalmente, según Remy, los restaurantes entran en un círculo vicioso formado por la guía, las marcas y el propio establecimiento, que puede imponer unas determinadas ideas preconcebidas. No faltan, claro, los errores a la hora de otorgar las codiciadas estrellas. En 2011, la guía otorgó la distinción al restaurante mallorquín Gadus, que llevaba meses cerrado.
Tal vez un daño colateral para aquellos que solo trabajan para obtener un premio, es que buscan satisfacer el criterio ajeno, el de los jurados, y no su manera de concebir el arte culinario, su propia identidad. Recuerdo que hace varias décadas se habían puesto de moda los Festivales de la Canción (en las pocas casas con TV se reunían los vecinos para emocionarse con San Remo, Eurovisión, etcétera). Poco a poco, las canciones premiadas comenzaron a parecerse, y aparecieron compositores especialistas en lograr temas festivaleros, con melodías y estribillos “a la carta”, para ser digeridos por jurados previsibles.
Intuyo que también, para ser premiados, los cocineros que deciden presentarse a un concurso con todo derecho, se ven impelidos a aceptar conceptos, estéticas y presentaciones preconcebidas como correctas por críticos y referentes que avalan maquetas culinarias diseñadas para sorprender visualmente, todas similares, en vez de platos conteniendo texturas, sabores y aromas dispuestos para ser disfrutados, comiéndolos con ganas, relamiéndose si fuera necesario.
Que a eso se reduce la gastronomía: alguien cocina con amor para que otros disfruten alrededor de la mesa el fruto de sus afanes. Lo demás, es puro cuento.
Por: Manuel Corral Vide
La fama es efímera y los premios a veces no te dejan ver la realidad. Manuel Corral Vide, nuestro chef escritor, reflexiona esta vez sobre los premios que encandilan a muchos de sus colegas.
Frase destacada:
No todos sobreviven a un premio porque, tal vez, nadie repara en la cara oscura de la luna ni en lo pernicioso que puede ser que te rindan pleitesía.
Releyendo viejas revistas encontré información de muchos hombres y mujeres, políticos, artistas, intelectuales, deportistas. Me enteré de sus premios, su fama, los elogios que le dedicaban los cronistas de la época, la vida maravillosa que les auguraban. Me llamó a reflexionar sobre lo efímero de la fama, el constatar que el 99 % de dichos personajes son en la actualidad ilustres desconocidos, y que, por ejemplo, artistas plásticos y escritores, poetas obviados o criticados sin piedad por la prensa, son hoy clásicos o referentes, que la joven actriz de la Paramount no pasó de ser el pasatiempo de un productor lujurioso, y la promesa del deporte brilló solo minutos.
Hace 15 ó 20 años conocí a un destacado publicista y productor de radio que, por circunstancias personales, un ACV y traiciones de amigos, esposa y colegas, estaba tratando de rehacer su vida personal y profesional, luchando contra la indiferencia y las puertas que no se abrían a su llamado, como en sus tiempos de gloria. En su humilde oficina, lucían su abandono una docena de los codiciados premios Martín Fierro, ganados en buena ley. Lejos de los reflectores se veían pequeñitos, opacos, gauchos caídos en desgracia como aquel creado por el genio de José Hernández.
Nadie repara en la cara oscura de la luna, ni en lo pernicioso que puede ser un premio. En el rubro gastronómico, un cocinero llegado de Europa Central hace unos meses, para intentar la heroica aventura de abrir un restaurante en Buenos Aires, me pidió información sobre los inspectores (que supuestamente ostentan riguroso anonimato) de la otrora prestigiosa guía Michelin; una luz de desencanto cubrió su mirada cuando le informé que dichos personajes no habían desembarcado aun en esta orilla del Río de la Plata, pero (traté de animarlo) tal vez podrían reparar en su talento los allegados a la empresa San Pellegrino que resuelven cuáles son los 50 mejores restaurantes del mundo.
Sucede, mis amigos, que muchos se desesperan por obtener un premio como si ese fuera el camino y la meta, la felicidad misma. En una revista especializada editada en España, publicaron una entrevista a tres de los jóvenes cocineros que, juntos, reunían 8 estrellas Michelin. El encuentro se realizó en una conocida casa de comidas con 50 años de antigüedad. En determinado momento, el periodista invita al dueño del establecimiento a unirse al grupo. Este se sienta, oye un buen rato las opiniones de los chefs, y dice con una sonrisa: “mirad, en verdad no entiendo ni jota de vuestro discurso, aunque veo sois apasionados y seguramente honestos, pero una cosa es segura, entre los tres no hacéis en 5 años los cubiertos que yo hago en un mes”. El hombre puntualizó que, en definitiva, se trata de cocinar para gente que quiere comer bien, más allá de modas y premios.
Ocurre que se anuncian las cosas maduras, pero no las verdes de los premios, nada se cuenta de los sinsabores que pueden provocar las alabanzas y las luces de colores que, como recuerda más de un tango, encandilaron a las milonguitas hasta hacerlas caer en el fango. No todos sobreviven a un premio. Tal vez emulando el trágico fin del cocinero Francois Vatel, que en abril de 1671, al servicio del Príncipe de Condé en su castillo de Chantilly, debe organizar grandes banquetes en honor del Rey Luis XIV de Francia. Y el último día, viernes, desesperado porque no llegaba el pescado, se suicida clavándose su propia espada.
En febrero de 2003, el chef Bernard Loiseau se voló la cabeza con su escopeta de caza, cuando le llegó el rumor de que le sería retirada la tercera estrella Michelin. Si bien sufría de depresión desde hacía un tiempo, su viuda culpó a la prensa por la decisión de quitarse la vida. Dos años después, Alain Senderens disparó (metafóricamente), refiriéndose a los restaurantes galardonados: “En estos locales se hace mucho teatro, tienen poco que ver con la vida real. Es un sistema que me parece un poco pasado de moda”. Y abrió un debate, que sigue vigente, al renunciar a sus tres estrellas.
El belga Fredrick Dhooghe aseguró que sería feliz si se sacaba de encima los premios, para “poder servir un pollo asado, sin que ellos me digan que ese tipo de plato no es digno de un restaurante con una estrella”. Muchos lo hicieron: El famoso Joel Robuchon en 1996. Le siguieron, como dijimos, Alain Senderens en 2005, Antoine Westremann en 2006, y Olivier Roellinger en 2008, que argumentó que “elegía vivir una vida más tranquila”.
En España, es paradigmático el caso de Casa Julio. Su propietario resumió con sencillez los motivos para pedir que le retiren la estrella otorgada: “presión excesiva y ciertas reticencias hacia todo lo que se genera alrededor de una estrella, las técnicas pretendidamente rocambolescas, esa afición de algunos a vender humo”. Sin duda hay que ser muy ingenuo para suponer que los premios son panaceas, émulos del vellocino de oro. Para muestra, basta un botón. El Restaurante Donatella, uno de los más prestigiosos de Italia, ubicado en un pueblo de 1300 habitantes en el Piamonte, ha decidido devolver la estrella que mantuvo durante siete años. Donatella Belloti, propietaria junto a su marido, el chef Mauro Belloti, da sus razones al periódico ABC sin eufemismos: “La decisión forma parte de una elección de vida. Para nosotros cuenta la sencillez. Queremos ser un restaurante que cocina para la gente que vive cerca de nosotros. Si no es así, ¿qué sentido tiene?”. Donatella confiesa que ella y su marido son personas sencillas, a las que no les interesan las modas, y señala que “para tener una estrella Michelin hay que contar con determinadas características: el comedor debe ser importante, al igual que el servicio, y comida de alta calidad. Pero los gourmets que frecuentan restaurantes con estrellas buscan algo más que nosotros no estamos en condiciones de dar. Por ejemplo, el chef debe salir al comedor a saludar al cliente, cosa que nunca hace mi marido, porque es muy tímido y no le gustan las entrevistas ni aparecer en televisión”. Clarísimo. La fama no llega sola, la acompañan consecuencias que no siempre se parecen a la felicidad.
Volviendo a España, Miquel Ruiz también renunció a sus estrellas para abrir en Dénia El baret de Miquel, un pequeño bar de pueblo convertido en todo un centro gastronómico de la zona. El chef Joan Borràs renunció a su estrella en el Hostal Sant Salvador de Vall de Bianya (Girona), tras sufrir un tumor cerebral. Los motivos pueden ser muchos, incluyendo el económico. Porque prácticamente ningún restaurante de este tipo, es rentable. Ferran Adrià se cansó de explicar en su momento que llegó a perder medio millón de euros al año con elBulli.
En el libro El inspector se sienta a la mesa, de Pascal Remy (un exinspector de la Guía Michelin), se cuenta que la primera consecuencia de recibir el premio es invertir más dinero en el establecimiento para estar a la altura. No sería entonces descabellada la idea de que algunos inversores se presenten espontáneamente, cual buitres, para apoyar en su crecimiento al feliz galardonado. Generalmente, según Remy, los restaurantes entran en un círculo vicioso formado por la guía, las marcas y el propio establecimiento, que puede imponer unas determinadas ideas preconcebidas. No faltan, claro, los errores a la hora de otorgar las codiciadas estrellas. En 2011, la guía otorgó la distinción al restaurante mallorquín Gadus, que llevaba meses cerrado.
Tal vez un daño colateral para aquellos que solo trabajan para obtener un premio, es que buscan satisfacer el criterio ajeno, el de los jurados, y no su manera de concebir el arte culinario, su propia identidad. Recuerdo que hace varias décadas se habían puesto de moda los Festivales de la Canción (en las pocas casas con TV se reunían los vecinos para emocionarse con San Remo, Eurovisión, etcétera). Poco a poco, las canciones premiadas comenzaron a parecerse, y aparecieron compositores especialistas en lograr temas festivaleros, con melodías y estribillos “a la carta”, para ser digeridos por jurados previsibles.
Intuyo que también, para ser premiados, los cocineros que deciden presentarse a un concurso con todo derecho, se ven impelidos a aceptar conceptos, estéticas y presentaciones preconcebidas como correctas por críticos y referentes que avalan maquetas culinarias diseñadas para sorprender visualmente, todas similares, en vez de platos conteniendo texturas, sabores y aromas dispuestos para ser disfrutados, comiéndolos con ganas, relamiéndose si fuera necesario.
Que a eso se reduce la gastronomía: alguien cocina con amor para que otros disfruten alrededor de la mesa el fruto de sus afanes. Lo demás, es puro cuento.