Lejos de la falsa imagen que da la tele y lo que ofrecen las escuelas gastronómicas, el oficio de cocinero es mucho más duro que lo que se supone. Y más aún en la Argentina, donde faltan productos, se pagan sueldos malos y la presión tributaria resulta cada vez más abusiva.
Alguna vez el futbolista Samuel Eto’o, cuando jugaba en el Barcelona, lanzó una humorada: “corro como un negro para ganar como un blanco”. En el caso de los cocineros habría que decir que hay que “correr como un negro para ganar como un ídem”. Es una realidad que existen algunos afortunados que se hicieron un nombre y ponen la jeta en la tele, para ganar mucho dinero sin hacer casi nada. Venden su alma al diablo promocionando productos industriales de baja calidad, dicen dos o tres pavadas, se suman a programas patéticos como Master Chefy les venden espejitos de colores a ingenuos televidentes, comensales y lectores de revistas. Encima se dan aires de ser importantes, como si se tratara de estrellas del espectáculo y no de la gastronomía (o de ambas cosas, que a veces se lo creen). En alguna instancia, uno no sabe si está viendo a un actor o a un cocinero de verdad.
Días pasados, un chef talentoso, alejado de las cámaras (por un lado porque no le gustan y por el otro, porque no le dan bola por estar en el interior), nos contaba que todos los días sube al ómnibus desde la capital de la provincia para llegar al restaurante donde trabaja, para hacerlo de nuevo a la vuelta, tras finalizar la jornada laboral. Del sueldo, mejor ni hablar.
Un amigo cocinero, que comparte muchas veces nuestras cofradías, concluye su labor a altas horas de la madrugada, para viajar en colectivo a un suburbio pesado del GBA y caminar encima varias cuadras temeroso de lo que lo afanen (como una hipótesis de mínima).
La gran mayoría de los egresados de las escuelas de cocina, salen espantados cuando pasan de la teoría a la práctica. Se trata de un oficio sólo apto para gente con vocación.
El cocinero (y también el chef, porque los jefes también caen en la volteada), no tiene fines de semana libres, no hay fiestas que valgan (menos aún Nochebuena y Fin de Año), ni cumpleaños de sus hijos. La familia es la primera víctima de esta moderna forma de “esclavitud”, donde el que no tiene vocación para ello, jamás entenderá la locura de trabajar dentro de una cocina, abombado por el calor en pleno verano, sometido a un duro estrés, pésimamente pago y hasta maltratado por el dueño.
Pero si a eso le agregamos que vivimos en la Argentina, pues la cosa se pone más difícil todavía. Odiamos cuando compatriotas que viven afuera pontifican en sus comentarios, se creen con derecho a opinar y lo que es peor, a criticar a quienes nos quedamos a pelearla. Y para colmo son oficialistas (del gobierno de turno). Y que escriben tonterías sin poner el apellido, como si el nombre de pila bastara para contar con impunidad de decir cualquier imbecilidad.
A raíz de una nota de Fondo de Olla ®, referida a lo que opina un argentino exiliado en España, la esposa del más conocido periodista ibérico, responsable ella también del sitio“Gastroactitud” junto a su consorte, nos acusó de no “creer en los cocineros argentinos”. Pues debemos decirle, señora, que sí creemos, y mucho. ¿Cómo no creer en los trabajan en desigualdad de condiciones por culpa de un Estado rapaz y metido en todo lo que no debe?, ¿cómo no creer en ellos si no tienen medios, ni económicos, ni fácticos, porque los productos de calidad no abundan precisamente, y con muy poco hacen maravillas? ¿Cómo no creer en gente que se desloma por dos mangos? Que resigan su vida familiar, juntarse con sus amigos, la simpleza de ir a la cancha a ver a su equipo, salir a comer como hacen los clientes del restaurante donde ellos trabajan.
Claro que creemos en nuestros cocineros, pero en las actuales circunstancias la Argentina no puede (ni será) potencia gastronómica latinoamericana, tal como señala el compatriota principiante (como él mismo se define) en el blog de Capel y señora. Hagamos una prueba: traigamos aquí a Gastón Acurio y a cualquier otro chef peruano (que casi excluyentemente provienen de familias adineradas), démosle los escasos productos que aquí tenemos, dejemos que los devore el Estado depredador, en lugar del Estado protector que ellos tienen en su medio, paguémosle un sueldo misérrimo, y verán qué poco hacen. Lleven a los nuestros a Lima y comprobarán qué talentosos son.
Aquí jugamos en las ligas menores por obra y gracias de un Estado que destruye todo lo que toca. Hay que tener mucha vocación para ser cocinero en la Argentina. Nos referimos a la generalidad, porque Nardas y Franciscos habrá siempre, pero por suerte son los menos. Brindemos por nuestros cocineros, los que laburan, no por los chantas que nos tienen hartos con sus veleidades artísticas y un ego fertilizado con glifosato.
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