Comer en vueloLunes, 14 de septiembre de 2015Volar conlleva su estrés, el jet-lag, la incomodidad cada vez más manifiesta de la clase económica. Y encima comer porquerías, lisa y llanamente. Y para colmo de males, las aerolíneas nos pretenden vender gato por liebre.
¿Pollo o pasta? ¿Carne o pasta? Yo elijo carne y me dicen: “ya no queda señor”, al tiempo que te tiran por la cabeza uno de los últimos platos de pasta recalentada, sosa y seca. La anécdota, por cierto verídica, resulta afín a cualquier aerolínea. Da lo mismo que sea sudamericana, norteamericana, europea o inclusive las del lujo asiático. En business y también en primera, el servicio y la comida es un poquito mejor, pero ahí nomás. Y ya es sabido que en el aire, hay alimentos que están prohibidos, por su alta probabilidad de provocar alergia en algún pasajero, como es el caso del maní. Cuando uno se apresta a viajar, ya sabe a qué atenerse. El año pasado, tuve la oportunidad de hacer tres vuelos “low-cost” por Ryanair. Ahí te venden raspaditas y te cobran hasta para ir al baño, o casi. Una latita de gaseosa no contiene los 330 centímetros cúbicos de rigor, sino la mitad (una minilata), los sánguches se ven fantásticos en las fotos y después son un desastre. Al menos ahí pagás 30 Euros y te llevan de Italia a Suecia con puntualidad irlandesa y música circense al tocar tierra. En los vuelos de cabotaje, tanto en Europa como USA, no cuentes con nada gratis (o para decirlo mejor incluido en el precio del pasaje, porque ninguna aerolínea te regala nada).
Lo peor está por suceder, frase que le copio al colega Oso, pero le cambio “mejor” por “peor”. En los vuelos transatlánticos y dentro del continente americano a USA, México, Canadá, con distancias y tiempos de navegación casi tan largos como a Europa, la cuestión gastronómica se pone muy densa. Y ya lo sabemos por experiencia propia. Pero a veces leés notas sobre lo bien que se come a bordo y te dan ganas de matar al periodista que la escribió, al medio que lo publicó y a la empresa que miente. Días pasados, me tocó leer una entrevista con Michelle Bernstein, una chef nacida en Miami pero de madre argentina. Ella misma cuenta que en su aerolínea, Delta, donde trabaja como chef ejecutiva, una vez estando en tierra tomó una sopa tailandesa superpicante, “un verdadero ataque al paladar”, definió. Pero luego en el aire, le encantó la misma sopa. Si bien mi esposa no viajó en business sino en el gallinero, al regreso en el vuelo Atlanta-Ezeiza, le sirvieron un plato de pasta horrible y más picante que lo que podría tolerar un argentino promedio. Bernstein dice que para que una comida “aérea” tenga gusto, hay que potenciarla, porque “a miles de metros de altura se pierde hasta un 30% de sensibilidad en el paladar”. Ahora, si entonces tenés que meterle picante para ocultar el sabor horrible de la comida, estamos en problemas. Pero, más adelante, la chef mediática de los aviones se contradice al señalar que “uso muchas hierbas y especias como comino, lavanda y jengibre, nada picante”. Mi mujer da fe de que la comida de Delta no sólo era espantosa, sino también picantísima.
Otro horror de la comida aérea, se da cuando una aerolínea contrata a una figura estrella de la cocina mundial para que los asesore. Es algo así como gastar la pólvora en chimangos, porque por más fenómeno de la cocina que seas, igual el morfi va a ser el típico de avión. Una vez, una aerolínea salteña ya desaparecida contrató al Gato Dumas pero después te servían un sánguche sin jamón del medio.
Está claro que resulta imposible dar de comer decentemente a bordo de una aeronave. Pero al menos, paren de mentir. Si te sirve mi consejo, tomate todo el alcohol que te sirvan, comé lo que puedas pero con dos dedos apretando tu nariz y luego dormí la mona. Al momento de llegar a destino, seguramente vas a poder disfrutar de una buena comida en tierra. Porque en el aire, comer es peor que en un Mac.
Volar conlleva su estrés, el jet-lag, la incomodidad cada vez más manifiesta de la clase económica. Y encima comer porquerías, lisa y llanamente. Y para colmo de males, las aerolíneas nos pretenden vender gato por liebre.
¿Pollo o pasta? ¿Carne o pasta? Yo elijo carne y me dicen: “ya no queda señor”, al tiempo que te tiran por la cabeza uno de los últimos platos de pasta recalentada, sosa y seca. La anécdota, por cierto verídica, resulta afín a cualquier aerolínea. Da lo mismo que sea sudamericana, norteamericana, europea o inclusive las del lujo asiático. En business y también en primera, el servicio y la comida es un poquito mejor, pero ahí nomás. Y ya es sabido que en el aire, hay alimentos que están prohibidos, por su alta probabilidad de provocar alergia en algún pasajero, como es el caso del maní. Cuando uno se apresta a viajar, ya sabe a qué atenerse. El año pasado, tuve la oportunidad de hacer tres vuelos “low-cost” por Ryanair. Ahí te venden raspaditas y te cobran hasta para ir al baño, o casi. Una latita de gaseosa no contiene los 330 centímetros cúbicos de rigor, sino la mitad (una minilata), los sánguches se ven fantásticos en las fotos y después son un desastre. Al menos ahí pagás 30 Euros y te llevan de Italia a Suecia con puntualidad irlandesa y música circense al tocar tierra. En los vuelos de cabotaje, tanto en Europa como USA, no cuentes con nada gratis (o para decirlo mejor incluido en el precio del pasaje, porque ninguna aerolínea te regala nada).
Lo peor está por suceder, frase que le copio al colega Oso, pero le cambio “mejor” por “peor”. En los vuelos transatlánticos y dentro del continente americano a USA, México, Canadá, con distancias y tiempos de navegación casi tan largos como a Europa, la cuestión gastronómica se pone muy densa. Y ya lo sabemos por experiencia propia. Pero a veces leés notas sobre lo bien que se come a bordo y te dan ganas de matar al periodista que la escribió, al medio que lo publicó y a la empresa que miente. Días pasados, me tocó leer una entrevista con Michelle Bernstein, una chef nacida en Miami pero de madre argentina. Ella misma cuenta que en su aerolínea, Delta, donde trabaja como chef ejecutiva, una vez estando en tierra tomó una sopa tailandesa superpicante, “un verdadero ataque al paladar”, definió. Pero luego en el aire, le encantó la misma sopa. Si bien mi esposa no viajó en business sino en el gallinero, al regreso en el vuelo Atlanta-Ezeiza, le sirvieron un plato de pasta horrible y más picante que lo que podría tolerar un argentino promedio. Bernstein dice que para que una comida “aérea” tenga gusto, hay que potenciarla, porque “a miles de metros de altura se pierde hasta un 30% de sensibilidad en el paladar”. Ahora, si entonces tenés que meterle picante para ocultar el sabor horrible de la comida, estamos en problemas. Pero, más adelante, la chef mediática de los aviones se contradice al señalar que “uso muchas hierbas y especias como comino, lavanda y jengibre, nada picante”. Mi mujer da fe de que la comida de Delta no sólo era espantosa, sino también picantísima.
Otro horror de la comida aérea, se da cuando una aerolínea contrata a una figura estrella de la cocina mundial para que los asesore. Es algo así como gastar la pólvora en chimangos, porque por más fenómeno de la cocina que seas, igual el morfi va a ser el típico de avión. Una vez, una aerolínea salteña ya desaparecida contrató al Gato Dumas pero después te servían un sánguche sin jamón del medio.
Está claro que resulta imposible dar de comer decentemente a bordo de una aeronave. Pero al menos, paren de mentir. Si te sirve mi consejo, tomate todo el alcohol que te sirvan, comé lo que puedas pero con dos dedos apretando tu nariz y luego dormí la mona. Al momento de llegar a destino, seguramente vas a poder disfrutar de una buena comida en tierra. Porque en el aire, comer es peor que en un Mac.