Desde su nueva ubicación de Recoleta, el notable cocinero sigue dando cátedra en materia de técnica y servicio en otro menú memorable. Sutileza, elegancia y sabor son sus características sobresalientes.
Descubrí la cocina de Aramburu demasiado tarde, hace tan solo cinco años. Cuando abrió el Bis en su locación original de Constitución, en la misma semana con unos días de diferencia realicé mi primera visita a la nave nodriza de Gonzalo.
Desde aquel año 2014 he intentado hacerle una visita al año y pese a eso nunca he podido sacarme de encima la culpa de sentir que había llegado tarde a uno de los más grandes cocineros del país. Culpa sin ningún tipo de sentido ya que la primavera culinaria de Gonzalo Aramburu parece ser eterna.
Su cocina tiene varias características: sin orden de magnitud lo primero que me viene a la cabeza es la técnica perfecta que utiliza en todas sus elaboraciones y platos a tal punto que en esta categoría es inigualable. Esa técnica se pone al servicio de otra de las grandes características de su cocina, que es la elegancia.
Sopa de cebollas y hojas de estación.
Nada, en todo lo que hace Gonzalo Aramburu, cae en la vulgaridad. Todo es sutil pero sin perder la fuerza. Todo es equilibrado pero sin acobardarse ante lo extremo de un sabor o una textura. Y no hablo únicamente de su cocina: la nueva locación compone muy probablemente el restaurante más lindo y refinado de toda la oferta gastronómica de la ciudad y probablemente del país.
Traducción: la doble luz sobre cada mesa que no deslumbra al comensal pero permite leer perfectamente el menú y ver los platos; las ramas de acer japonicum con su color rojo característico del otoño que con los opacos del salón generan ese ambiente momiji que resulta casi suficiente para amansar al espíritu; la cocina a la vista, iluminada como el escenario que es; la perfecta sonorización que permite hablar en susurros; la vajilla pensada para el desarrollo de un impresionante menú de dieciséis pasos que no deja sentir para nada el aburrimiento que nos generan últimamente las largas degustaciones; y esa mesa-de-chef frente a la cocina como una forma también refinada de alimentar una demanda actual pero con la inteligencia de que no sea a cambio del espacio de cocina, que siempre es escaso. Esa piedra-mesa es en síntesis el símbolo visual de esta elegancia que todo rezuma en este magnífico restaurante.
De la misma manera el menú que pudimos probar es también la imagen de las mismas características: sabor, sutileza, elegancia, y detrás de todo esto, la técnica.
Topinambur, berenjena y ceniza de lima.
La experiencia comienza como es usual, con los amuse bouches, que siempre son obras de perfección miniaturista y esa obsesión por los detalles milimétricos, tan típica en la cocina de Thomas Keller.
Así el primer paso consistió en la sopa de cebollas y hoja de estación de papa y pimentón; una sopa de cebollas francesa tradicional, tomada de una piedra, con la perfección de una lámina crocante que simulaba la hoja de un maple de otoño, hecha con papa y pimentón.
Luego proseguimos con topinambur, berenjena y ceniza de lima que vino en conjunto con el bocado de remolachas y queso de cajú, todo para comer en bocado, en donde predominaba la berenjena y la remolacha, tanto en sabor como visualmente.
Otro ejemplo de maestría técnica lo dieron el cannoli de calabaza y la roca de mar de vieiras y huacatay con una pequeña tarta de queso y centolla, una combinación que no falla jamás y que es usual en los países escandinavos cuando se hace vasterbotten pie para acompañar la pesca de cangrejos de río. Visualmente el cannoli de calabaza es realmente impactante y como siempre pasa en la cocina de Aramburu, el sabor no va detrás sino adelante.
Tartar de zanahoria y quinua frita.
El buñuelo de chivo fue una suerte de bola de fraile rellena de chivito desmechado. No es la primera vez que se ve el concepto pero el plato se presentó perfectamente equilibrado.
A continuación uno de los grandes momentos de la noche: tartare vegetariano hecho con base de zanahorias donde la quinoa frita le aportaba la textura de crocantes. Todo aliñado con una vinagreta similar a la de un tartare de carne.
Ostras y coco fue un paso simple y elegante: una espuma de leche de coco y agua de ostra sobre una ostra fresquísima. Una versión lograda de un producto que encuentra su mejor disposición cuanto menos intervenido está.
Con la yema de huevo tibia y hongos ya pasamos a la parte de bosque patagónico del menú, abandonando los aires marítimos por un momento. Otra vez destacado el manejo de texturas (la del fondo, la de la yema y la de los propios hongos) todo alrededor de un sabor tan característico como el de los boletus y el de los champignones.
Se siguió con la ensalada de endibias, langostinos y yogur, casi como un limpiabocas pero además del efecto refrescante, la combinación (principalmente) del amargor sutil de la endibia y la acidez bien marcada del yogur con la perfecta cocción del langostino.
Ciervo y cebollas.
El final de los salados como es habitual en Gonzalo consistió en tres pasos contundentes: la pesca, el ave y la carne roja.
En el primer caso fue besugo con puré de topinambur (que ya había estado presente en uno de los amuse bouches), flores y nabo, sin supercherías ni agregados sin sentido, donde gran parte de la textura pasaba por lo liso del puré.
El ave consistió en una genial pata de codorniz con puerro frito y puré de zanahoria blanca, un plato elegantísimo desde cualquier punto de vista y con un sabor bien definido y la cocción perfecta de la codorniz.
El último fue un paso de caza: ciervo, con hojas de otoño, cebolla asada y un magnífico puré de cebollas, producto tan simple, común y versátil Hace falta un cocinero con semejante técnica para enseñarnos todo el jugo (y la textura) que se le puede sacar a las simples cebollas.
Como limpiabocas un gajo cítrico de gelatina y Viognier hecho con nitrógeno líquido. Una textura poco habitual que cumplió perfectamente la función para la cual fue pensada.
El menú termina con un semifrío de pochoclo en alfajor y un helado de tomillo con crocante de dulce de leche, una combinación de producto muy poco habitual pero que demuestra otra vez, como si hiciera falta, la magnificencia de este cocinero.
En síntesis, en su nueva locación se ubica como una de las poquísimas mecas de la alta cocina porteña con un servicio, una sala y una cocina superlativa a precio que difícilmente se pueda encontrar en alguna de las grandes ciudades del mundo.
El Alvear Grill nació el 16 de julio de 2018 para reemplazar nada menos que a La Bourgogne, que apagó sus fuegos tras la cena de la Revolución Francesa, dos días antes y luego de una larga trayectoria en ese lugar. Es uno de los espacios históricos y más elegantes de la gastronomía porteña, ubicado dentro del Alvear Palace Hotel. Hoy el restaurante aparece renovado, a través de la incorporación del chef Leandro Di Mare y de la gerente de AA&BB, Gabriela Troncoso. Su propuesta conlleva una dualidad positiva: las carnes argentinas y una cocina de elaboración puntillosa y creativa.
Pocos días después de su apertura, Kuro Kuma ("Oso Negro" en japonés) aparece poblado de comensales en una fría noche de miércoles. Se trata de uno de los espacios más llamativos de VíaViva, el pasaje debajo del viaducto del tren a Tigre, que nace en la calle Juramento, en la entrada al Barrio Chino. La propuesta es de cocina asiática, garantizada por la sapiencia de Oscar Lin, propietario y chef de Síntesis Tapas Asiáticas, en Palermo. Para quienes prefieren la comodidad de un salón cómodo y climatizado, antes que la comida callejera al paso, sin dudas éste es el lugar a elegir.
En los confines de Villa Urquiza, Bonario es un nuevo pequeño restaurante ubicado en una estratégica esquina del barrio, sobre la Avenida Congreso. Su propuesta -creada por el chef Sebastián Iraola-, se basa primordialmente en la cocina mediterránea, con platos simples, ricos y abundantes. Está abierto todo el día y funciona además como cafetería.