Es un arte aunque no lo parezca

Hasta Paul Bocuse peló papas

Lunes, 22 de enero de 2018

Una vez más, nuestro chef escritor nos introduce en el mundo del duro oficio de trabajar en una cocina, al mismo tiempo que nos aleja de la frivolidad reinante. Su relato gira en torno al arte de pelar papas.

Tal vez sorprenda, pero lo diré. Hay un arte de pelar papas. Cuando pisé por primera vez un local gastronómico como alternativa para vivir de un trabajo digno (a los 19 años ya había sido campesino, vendedor de periódicos, dependiente de almacén, ayudante de mantenimiento, dibujante de publicidad, mecánico de maquinas de coser, electricista, fotógrafo de cabecitas de bebés, en fin nómada de oficios diversos mientras estudiaba de noche aquí y allí, y me convertía en lector compulsivo), el jefe me indicó con el dedo índice una enorme pileta recubierta con azulejos blancos y siete bolsas de papas (de 50 kilos).

Con otro gesto, me ordenó que lo observara (no eran muy habladores aquellos cocineros cuando estaban sobrios), tomó un pequeño cuchillo curvo y peló, rápido como el rayo, una papa. Luego puso la piel a trasluz, y mostró su transparencia con cierto orgullo profesional. Aquella fue mi primera lección en el oficio: el arte de pelar papas.

Por supuesto, aquel jefe no hubiese permitido algo tan común en los aspirantes a cocineros que se mal disponen, como si fuese vergonzoso, a pelar papas o cebollas, o limpiar calamares: cruzar los pies uno delante del otro, y apoyar la cadera en la bacha, más atentos al sonido de su celular qué a la tarea encomendada, que, dicho sea de paso abandonan a cada rato con la excusa de ir al baño y atender su celular u otra actividad non sancta.

La actitud corporal, te decían, es esencial, te predispone a la acción, y evita innecesarios dolores musculares. El cuerpo erguido, los pies separados y firmes contra el piso, de frente a la pileta, la mesada o los fuegos. Concentración, movimientos precisos y mecanizados pensando en finalizar la tarea, a veces tediosa, en tiempo y forma.

Ahora tenemos a mano un instrumento de precisión llamado pela papas (el inventor de este aparato tan útil para la cocina fue el suizo Alfred Neweczeral, que en 1947 lo patentó con el nombre de "REX"). Es de sencillo uso, pero muchos fracasan al momento de usarlo, presionando en exceso sobre la superficie del tubérculo.

En realidad, dicho adminiculo posee un movimiento oscilante de la doble hoja para facilitar que se deslice sin problemas sobre la superficie sinuosa de la papa. Lo indicado es ejecutar movimientos rápidos, casi a vuelo de pájaro con contacto sutil, siguiendo la forma de la papa, siempre con la mano que la sujeta detrás de las cuchillas para evitar accidentes. Alguno dirá que ya hay máquinas de pelar papas industriales, pero no veo que sean útiles en pequeños restaurantes. Ya ven ustedes, hay un arte de pelar papas.

Sucede que la palabra Arte, según el diccionario, puede designar cualquier actividad humana hecha con esmero y dedicación, o cualquier conjunto de reglas necesarias para desarrollar de manera correcta una actividad: así se habla de arte culinario, arte médico, etcétera. O sea, arte es sinónimo de capacidad, habilidad, talento, experiencia, en otras palabras, oficio.

Digo oficio, palabra que no es del agrado de los cocineros diplomados, pero que el mismo diccionario indica proviene del latín officium, y refiere a ocupación habitual. Por supuesto, puede utilizarse para designar profesiones de algún arte mecánica, intelectual como escritor, o artística como músico. También puede hacer referencia a aquella actividad laboral que no requiere estudios universitarios.

Por ello, ingenuamente, y con cierto pudor, muchos estudiantes de cocina dicen que van a la facultad o directamente a la universidad, cuando en el mejor de los casos lo hacen en institutos de enseñanza terciaria.

Personalmente, aunque estudié otras carreras humanísticas y desarrollé una intensa actividad intelectual y artística, siempre me sentí orgulloso del oficio de cocinero. Un oficio en el que, curiosamente, convergen distintas artes y permite un contacto directo con quienes se complacen del resultado de nuestros esfuerzos.

Yo admiro a las personas que dominan a la perfección un oficio, sean albañiles, plomeros, torneros o talabarteros; añoro a los buenos afiladores.

Como los jóvenes deberían saber, un maestro como Marie-Antoine Carême, que también comenzó pelando papas a los 10 años (su padre, muy pobre y con 25 hijos, lo había abandonado en París), y se formó de manera autodidacta, visitando museos, estudiando en sus horas libres en la Biblioteca Nacional, e interesándose especialmente en la arquitectura.

A pesar de haber fallecido a los 48 años a causa de los gases tóxicos emanados del carbón que utilizaba para cocinar (aquellas cocinas subterráneas sin ventilación, jóvenes protestones), se dio tiempo para estudiar a fondo las salsas en la cocina francesa y escribir la colosal L'art de la cuisine française que fue editada en cinco volúmenes después de su muerte.

Ante semejante ejemplo de superación de alguien que honró su oficio y frente a quién yo me sentiría muy pequeñito, ¿no sentirá vergüenza tanto charlatán que se pasea en plan de estrella por los escenarios?, ¿no se le cae la cara de vergüenza a los que califican un plato como bonito (con perdón del pez)?

Y hablando de referentes del oficio (insisto con el término por ver si nos acostumbramos a usarlo con orgullo), acaba de fallecer Paul Bocuse, hijo de Georges e Irma, de una estirpe de cocineros iniciada en el Siglo XVII.

Paul se inicia como aprendiz a los 16 años, en plena Guerra Mundial, y al finalizar la misma continua el aprendizaje con Eugénie Brazier, trabajando además como jardinero, y haciendo labores de mantenimiento.

Destaco solo estos detalles de su biografía para insistir en la importancia de la vocación y el esfuerzo para perfeccionarse en un oficio, cualquiera que sea. Si después llegan los premios y el reconocimiento, será solo el resultado de aquellos primeros años de lucha, que Roma no se hizo en dos días.

El gran Escoffier comenzó de pinche a los 13 años en el restaurante de una tía en Niza, luego fue cocinero en el ejército, hasta que finalmente abrió su primer local y luego puso un broche de oro a su carrera asociándose a César Ritz. Debemos a este hombre la elevación de la categoría social de la profesión de cocinero, introduciendo el sistema de brigadas con secciones dirigidas por jefes de partida, con sólida disciplina donde antes había malos tratos y embriaguez.

Los ejemplos de triunfadores que comenzaron pelando papas son numerosos, elegí solo tres cocineros franceses (para que no me acusen de nacionalismo galaico), porque uno supone que cualquier estudiante avanzado, (u obrero con deseos de progresar) de cocina, debiera conocerlos (aunque me consta que no es así en un 100%), pero hay muchos más ejemplos de hombres y mujeres que eligieron nuestro oficio y lograron lo que buscaban, que en la mayoría de los casos no es una pantalla de TV.

Finalizo aconsejando (con la impunidad que me da la edad) no poner excusas para justificar defecciones o fracasos, tener humildad, no culpar al entorno por la falta de compromiso con uno de los oficios más demandantes, con mucha presión y horarios que ponen a prueba al más temerario. Cualquiera que se haya animado, en tren de aventura, a transitar caminos desconocidos, sabe que los inconvenientes, escollos, y trabas para llegar a la meta son múltiples, y nos exigen fuerza de voluntad, paciencia, ingenio, respuestas rápidas para salir airosos.

Así es la vida, no se disfruta con mentiras. O, para usar un refrán popular argentino, hay que instruirse, prepararse bien, leer, informarse, escuchar a los mayores, cocinar, cocinar y cocinar, porque en la cancha se ven los pingos.

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