El autor, cocinero escritor, nos deja algunas reflexiones sobre lo que puede pasar con la cocina en el futuro. Y reivindica el acto de cocinar frente a los avances de la industrialización.
Para los que defendemos la cocina como valor intrínseco del ser humano y esencial factor de identidad, que tenemos como imagen tutelar la abuela entre fogones y sartenes, nos resulta inconcebible la idea de un futuro deshumanizado, donde la biotecnología proporcione todos los productos alimenticios, y la mesa sea un artículo de museo, la simple tertulia o conversación amena una ridiculez de esnobs trasnochados.
Sin embargo, siempre el futuro tiene sus cimientos en el presente que vivimos, todos, por acción u omisión, intervenimos en su construcción. Si aprobamos y usamos solo productos alimenticios industriales, si aceptamos que cocinar es tiempo perdido, la sobremesa ocio pernicioso, sin duda abrimos caminos propicios para las empresas empeñadas en globalizar las dietas alimentarias, eliminar los placeres de la mesa, y reducir la ingesta diaria a asépticas píldoras o polvillos con lo necesario para nutrir nuestro organismo, y sobrevivir como saludables máquinas, engranajes de la cadena de producción, números más que personas.
Dicen que en 20 años (2035, señalan con precisión de verdugos los tecnócratas), la mayoría de los trabajos manuales, incluyendo cocinar, lo harán los robots.
Ningún arquitecto futurólogo apostaría por casas donde se pierda espacio en una cocina, una extravagancia en una sociedad donde los alimentos estarán en la calle, envueltos en envases inteligentes, y despachados por máquinas expendedoras.
Imaginamos, en ese futuro no tan lejano, subversivos ciudadanos cocinando a escondidas, huyendo de miradas indiscretas y leyes que castigarán tan noble como peligrosa actividad.
Nostálgicos cultivando huertas serán, tal vez, enjuiciados por desperdiciar la cada vez más escasa agua, cuando la biotecnología ya produce cereales resistentes a las plagas, animales inmunes a enfermedades y cepas probióticas para conservación de hortalizas, leche y otros productos perecederos, rarezas. Insólitas Santas Inquisiciones quemarán recetarios del pasado, caldo de cultivo para nuevos sibaritas, viciosos sin remedio, golosos fundamentalistas, feligreses de la gastronomía.
Muchos lectores pensarán que es, o parece, un futuro de ciencia ficción, una exageración, pero créanme que estamos propiciando que esto sea una realidad.
Basta con ver la cantidad de platos tradicionales, presentes hace menos de una década en mesas familiares y de la restauración pública, que ya son tildados de arqueológicos por una nueva camada de cocineros fascinados por vanguardias que apelan para resolver una receta 100% a la tecnología, y a la mera sorpresa para sobresalir, no en las mesas o en el paladar, sino en los medios de comunicación; cocineros que se afanan por lograr el éxito mediático e ignoran el fin de la cocina: incentivar el placer del comensal, provocar emoción, espabilar la memoria, hacerlo sentir especial, amado, partícipe de una comunión entre iguales.
Fuimos del grito gutural a la palabra, de la carne cruda a lo cocido, del ayuntamiento salvaje al placer del amor, de la animalidad a la humanidad.
HAY COCINEROS QUE SE AFANAN POR EL ÉXITO MEDIÁTICO E IGNORAN EL FIN DE LA COCINA, QUE ES INCENTIVAR EL PLACER DEL COMENSAL, PROVOCAR EMOCIÓN, ESPABILAR LA MEMORIA...
Fue un largo camino, lleno de piedras, bifurcaciones y puentes rotos, para intentar llegar a la perfección de los Dioses, creados dicho sea de paso a imagen y semejanza de nosotros mismos.
Pero finalmente nos hemos rodeado de tanta tecnología para que nos reemplace en las tareas que son inherentes al ser humano, que poco a poco iremos olvidando como funciona un arco y una flecha, como se enciende el fuego, se suma 2 más 2, o se habla.
El lenguaje poético espanta, la metáfora se ha convertido en pecado (el corrector de Google no las reconoce). Estamos más cerca del grito del cavernícola alertando de un peligro, que del soneto.
Guisar o asar, nos reconcilia con la esencia de nuestra especie, compartir la comida nos ayuda sentir que no estamos solos en la aventura maravillosa de vivir.
Fue el encargado/a del caldero el centro de atención de la tribu. Sigue siendo el acto de cocinar un acto de fe y amor, liturgia necesaria; así lo entiendo y lo entienden otros muchos.
Los que banalizan la cocina, la convierten en show sin fundamento, están abonando la tierra para ese futuro que describí al principio, a cambio de estrellas fugaces que nunca alimentaran el espíritu del ser humano.
Sor Juana Inés de la Cruz, que pasó muchos años cocinando en el convento, escribió: "¿qué os pudiera contar de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Ver que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por lo contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida, basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias que en los unos, que sirven para el azúcar, sirve cada uno por sí y juntas no".
Lo dicho, somos animales culinarios. No perdamos el rumbo. Parafraseando a Neruda, podríamos decir: el mejor poeta es el hombre (o mujer) que nos guisa con amor: el cocinero más próximo que no se cree Dios.
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