Miniaturismo genial

040: el número de la suerte

Martes, 21 de junio de 2016

Con la numeración de las calles de Santiago de Chile ocurre algo curioso. El número cero adelante, cuenta, es importante. Por eso hay que saber que para llegar al Restaurante 040 hay que ir al 040 de la calle Antonia López de Bello en el barrio de Bellavista.

Este viaje culinario resulta una sorpresa desde el comienzo: un hotel boutique, una escalera hacia el sótano, una sala despojada, casi monacal, blanca y negra que despierta más signos de interrogación que otra cosa. Muy pocos cubiertos, mucha intimidad. Uno de mis acompañantes, periodista del Diario El País, me confesó que al entrar le surgieron unas dudas enormes.

Por supuesto no era mi caso, ya que Raúl Yáñez -socio de este emprendimiento- nos había anticipado que lo que íbamos a vivir nos impactaría profundamente. De hecho, en un momento temimos  exagerar las expectativas y terminar desilusionados.

Pero todo temor quedó debidamente descartado cuando empezó el show brutal y despiadado de un tipo que es un cocinero extraordinario, que viene de una escuela extraordinaria y que tiene una actitud de perfil bajísimo, como si fuera un commis recién egresado de la escuela de gastronomía.

Lo increíble es que Sergio Barroso Urbano tiene sólo 31 y un currículum impresionante. Viene de una familia de cocineros y sommeliers, y arrancó trabajando en gastronomía a los 16 años. Pasó por las cocinas de Juan Carlos Ramos en Madrid, donde hacía doble turno los siete días de la semana. 

Según Mateu Castaña, jefe de pastelería de elBulli, Sergio fue uno de los mejores cocineros que entrenó: en tres semanas comprendió perfectamente como Ferrán trabajaba con los productos, con las técnicas y los conceptos. Pasó también por los fuegos de Alberto Chicote, los de La Sal en el puerto de Cádiz. Cocinó con Denis Martin en Suiza y en el también mítico Montecarlo Beach Hotel en Mónaco, hasta finalmente recalar en Chile.

Queremos ser claros: la experiencia en 040 se enmarca entre las mejores que hemos tenido. El menú consiste en una degustación de seis tiempos por 30 dólares y de doce tiempos por 44 dólares. Cada uno de los tiempos es un solo bocado. De hecho, casi no se usan los cubiertos excepto para un tiempo o dos.

Entonces cabe señalar que la técnica de Sergio es absoluta. Maneja el miniaturismo con paciencia oriental. Los detalles de cada bocado, el manejo de los colores, la dificultad que se oculta detrás de cada una de sus creaciones, demuestran que estamos ante un cocinero sin límites visibles en lo que puede llegar a ofrecer.

Y por sobre todas las cosas, el cocinero pone el sabor: cada bocado resulta explosivo y emocionante. Si lo genial de su creación impacta desde lo visual y aromático, esto no sólo se refleja, sino que es superado al comer. 

En un mundo más gobernado por la inmediatez visual de Instagram, donde muchos cocineros están más preocupados por generar un Van Gogh que un Escoffier, hacer todo bien y que encima el sabor sea lo más impactante, corona un trabajo perfecto.

Como si fuera poco, visitamos el restaurante durante una feroz marea roja que obligó tanto a Raúl como a Sergio a eliminar cualquier molusco del menú, complicación enorme cuando gran parte de los mejores productos que da Chile son precisamente los filtradores. Esto no fue ningún impedimento. El chef parece asumir las dificultades como nuevos desafíos para superarse.

Arrancamos por el sorbete de manzana verde con piure -urocordado de fuertísimo sabor yodado superior inclusive al del erizo- donde el equilibrio entre dos sabores tan disímiles como el frescor de la manzana y la fuerza del yodo daban como resultado un comienzo perfecto para lo que seguía.

El segundo tiempo fue uno de los más simples: una macha con chicharrón de cerdo y miso. Otra vez un buen manejo del equilibrio de sabores -la delicadeza de la macha y la fuerza del chicharrón- en donde este último le aportaba además el factor crocante al marisco. Sencillo y efectivo.

Pasamos al tercer paso, que en lo personal fue uno de los preferidos: raviol de palta, relleno con sierra ahumada y gazpacho de tomate y jengibre. Esto es una maravilla y fue el puntapié inicial para empezar a entender al chef. La palta laminada, sin una sola marca con la dificultad que ello conlleva, envuelve a la sierra ahumada -nosotros en la Argentina le decimos barracuda-, que tiene al pie un gazpacho liso que casi parece un puré de tomates. En el sabor todo era delicado. Otra vez un logro el equilibro entre la suavidad casi neutra de la palta, el ahumado perfectamente sutil del pescado y la acidez del tomate.

Seguimos con el gunkan de palometa, arroz suflado y miso picante, en el cual Sergio juega otra vez con la escala cromática y con su técnica superlativa. En lugar del gunkan-nori, el alga es reemplazada por una lámina de nabo encurtido en remolacha relleno por la palometa -sustancialmente diferente a la del Paraná ya que esta es marítima- el miso y el arroz.

El quinto tiempo consistió en un bloody mary de erizos visualmente parecido a una vichyssoise pero con sabor a bloody mary en donde la intensidad del erizo -otro regreso a los sabores yodados- conjugaba perfectamente con la frescura del vodka y la acidez del tomate. Muy refrescante y con función de limpiabocas.

El sexto paso para mi es el más logrado tanto visualmente como desde el punto de vista del sabor y las texturas. Es sencillamente un plato hermoso. Un pequeño filet de pejerrey sobre una brioche de bocado. Sobre el filet, el mismo espinazo del pejerrey, sofrito para que sea comestible. Extraordinario. La suavidad del pejerrey y del brioche cobra potencia con la textura del espinazo resultando en una combinación de sabor perfecta en donde el dulzor de la brioche combina perfecto con el ligero toque marítimo del pejerrey.

Seguimos con arroz con betarraga y pez mantequilla, bocado preparado como un niguiri. Otra vez la perfección en lo pequeño, el manejo de la escala cromática con predominancia del rojo provisto por la remolacha y el pez mantequilla sabroso en otra combinación excelente.

El octavo tiempo fue un segundo niguiri, en este caso hecho con ventresca de salmón del Pacífico y el arroz con palta hass y a espejo del anterior, el sabor fuerte en el salmón y la delicadeza en el arroz, todo con tonalidad naranja y otra vez un trabajo excepcional con el cuchillo.

Uno tras otro los tiempos nos iban sorprendiendo, ya que no les encontrábamos un solo defecto. Acompañábamos con vinos argentinos y chilenos, donde se destacó por encima de todos un magnífico Marina Sauvignon Blanc de la viña García Schwaderer del valle de Casablanca, una botella que después quisimos comprar -infructuosamente- en varios supermercados.

A continuación, algo que nos hizo acordar mucho a algo que probamos en El Celler de Can Roca: el legendario "Comerse el mundo". En este caso, se trató de un taco mexicano hecho con manzana verde y como relleno un boeuf tartare de pollo barriga -para nosotros, centro de entraña- perfecto en su hechura, con todas las características de un buen tartare francés -o ruso, si se prefiere-.

Décimo tiempo: huevo con pimentones asados, prieta y espuma de papa. Un plato simple y otra vez una belleza a la vista. El huevo está presente y ausente. La espuma de papas hace de huevo -y lo parece, de hecho, Raúl tuvo que aclarar que no lo era- con los pimientos asados y la morcilla, todo servido ahora sí en cáscara del huevo y para comer a cuchara.

El flan de choclo con paté y coñac, posiblemente el bocado más conservador de toda la sucesión, en el cual lo más atractivo fue el juego de texturas entre el paté y el choclo. El flan sobre el paté, como la cúpula de una iglesia y la combinación del amarillo y el oscuro, lo hacían -ya es redundante comentarlo- visualmente apetitoso.

A esta altura, ya todos estábamos en éxtasis y sabíamos que estábamos ante una cena de esas cuyo recuerdo perdurará mucho tiempo. La conversación había dejado lugar a la concentración, al silencio y a eventualmente lanzar una serie de onomatopeyas admirativas.

Se siguió con la papa confitada rellena de rabo de wagyu. En su aspecto impecable como todo el resto. En cuanto al sabor, por lejos el más intenso de todos y el menos sutil. Asimismo, monocromático tanto en el color como en la textura, en la cual predominaba el wagyu deshilachado y bastante denso. En lo personal fue el tiempo que menos nos gustó, pero no podría hacerle una crítica porque estaba también perfecto.

El primero de los tiempos dulces fue temaki de zanahoria con yogur y curry, con el cono abierto y crocante y una quenelle fresquísima en el centro.

Segundo limpiabocas, que le abrió camino a un merengue con leche condensada que estaba perfecto técnicamente, ya completamente volcado a lo dulce y pringoso.

Por último, la combinación de los dos anteriores, no sé si buscada o no pero ciertamente lograda: sorbete de ciruela y chocolate, el final en completo equilibrio con la frescura y la acidez de la ciruela y la densidad y el sabor del chocolate semiamargo. Equilibrado en el sabor, en las texturas y en los colores. Una síntesis perfecta -aunque desde ya no la más sabrosa- de lo que Sergio y Raúl proponen desde este lugar.

En nuestra opinión, estamos ante uno de los lugares más extraordinarios que hayamos visitado en Latinoamérica. Si se ama la comida y si tiene la posibilidad económica de hacerlo, este lugar amerita en sí mismo un viaje a Santiago. 

Al terminar la cena, hay una sorpresa que no vamos a develar, para todos aquellos comensales que lo deseen. Una pequeña pista: hay que decirle al servicio que uno se quedó con sed y que para terminar, quiere ver que opciones hay en Heineken. Y como en todo este viaje, a partir de allí simplemente habrá que dejarse llevar, otra vez, a lo alto.

Creemos que el placer más grande al escribir la crónica de una experiencia gastronómica es cuando resulta tan extraordinaria que lo único que uno puede hacer es deshacerse en elogios. Comer -y comer bien- es algo que toca tan profundamente el corazón que la emoción de probar algo mágico y soberbio genera una epifanía. Eso nos pasó con 040.

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