La visita a un restaurante despertó la nostalgia del escritor de esta historia. Un buen ejemplo de cómo un buen producto puede llegar al corazón.
Se llamaba José Luis y tenía tres apellidos que se escribían todos juntos y que en definitiva eran uno solo. Pero todos lo llamábamos “el vasco”. No sé por qué extraña circunstancia (¿será acaso porque tienen apellidos muy largos?) a los vascos les decimos siempre “vasco” y nunca los llamamos por su nombre. Y este caso en particular facilitaba las cosas, porque lo conocí jugando al fútbol. El era el 3 y yo el 6, de manera que nos turnábamos para bajar adversarios con cualquier parte del cuerpo que fuera posible. Patadas, cabezazos, codazos, golpes lícitos y no tanto, siempre eran buenos aunque tanto el vasco como yo íbamos de frente, no queríamos lastimar al adversario aunque a veces nos pasábamos de la raya de puro brutos nomás. Decía que gritarle “vasco” me hacía las cosas más sencillas, porque mirá si lo llamaba por su apellido interminable cuando el 7 rival lo estaba por pasar. Cuando terminaba de pronunciarlo, el tipo ya había entrado al área, eludido al arquero y marcado el gol. De manera que un simple “vasco” servía para que ese tanque con forma de ser humano arremetiera como un toro de Miura contra el infeliz delantero que se había atrevido a ingresar a su feudo. Que también era el mío, porque los dos nos juntábamos por la izquierda de la defensa para desparramar adversarios. Recuerdo una vez en que el vasco aceleró como un avión con todos sus motores a fondo, chocó con el rival (que finalizó tirado en el piso desgañitado) y, en el envión, me agarró de improviso por el lado derecho de mi humanidad. No tuve tiempo de hacer nada, de manera que hubiera preferido que me chocara una locomotora. “Vasco –le dije- menos mal que jugamos para el mismo equipo, porque sino me llevaban al hospital”. Mientras tanto, el médico del club ya había entrado en la cancha para entablillar al pobre 7 de los contrarios. Cuando el facultativo le preguntó cómo te llamás, le contestó: “No me acuerdo, dónde estoy”.
Pero como aquí no estamos para hablar de fútbol, les tengo que explicar por qué me acordé del vasco. El otro día estaba comiendo en Sagardi. Y cada vez que voy allí no puedo menos que acordarme de mi amigo el vasquito. Nostalgias me trae, porque cuando abrió Sagardi él ya estaba muy enfermo y cuánto me hubiera gustado invitarlo a comer la comida de su pueblo. Pensar que hacía unos meses que había viajado por primera vez a la tierra de sus ancestros, a visitar a la familia, y estaba tan contento. Los sobrinos eran remeros del equipo oficial del País Vasco.
Nos contaban que los vascos comen siempre con pan y vino. “Comen como si fuera la última vez”. Y cómo no recordar cuando después de los partidos nos tomábamos una cerveza con una picadita a la vera del río (porque las canchas estaban cruzando el río Luján). O un asadito si el partido terminaba a la hora del almuerzo. No faltaba el vino, nunca. Y el vasco era un barril sin fondo, se comía todo lo que le ponían cerca, tanto como se comía a los chicos crudos dentro de la cancha.
Y un poco los muchachos del Old Blacks (porque éramos viejitos y old, no all), hacíamos como en las casas vascas, con el plato al medio, compartiendo así la comida aunque el vasco era más rápido y nos ganaba de mano siempre.
Pero otras veces, salíamos a comer todos juntos por ahí (como el Cangas del Nancea), o íbamos con nuestras mujeres a esos lugares de supuesta cocina vasca, que eran una mezcla de platos regionales, con algún que otro pescado hecho “a la vasca”. Nos matábamos comiendo, porque vale aclarar que a mí, como italiano de pura cepa, me gusta comer como al que más. Y con el vasquito era una lucha sin cuartel para ver quién abandonaba primero. Las mujeres se enojaban “porque les va a hacer mal comer tanto”.
Lástima que eso después se notaba en la cancha, por ahí un wing rapidito se nos escapaba sin remedio, entre los insultos de los compañeros que sabían de nuestras correrías enogastronómicas.
El vasco me habló alguna vez de la sidra. Le dije que a mí no me gustaba, porque además me daba dolor de cabeza. Resaca que le dicen, o hangover como lo llaman los yanquis. Recordé eso cuando Miguel me hizo probar en Sagardi la sidra escanciada, que aprendió a servirla en su paso por una sidrería ubicada ubicada en Astigarraga, llamada Zapiaín, que data de 1734. Relataba Miguel que los vascos y asturianos elaboran la sidra de una manera ortodoxa. Es decir que fermentan el jugo de la manzana y lo embotellan. El escanciado consiste en tirar el líquido desde la botella o de la propia barrica, para que golpee en el vaso y con ese choque el líquido suelta un gas carbónico espontáneo, que es producto de la fermentación. Eso constituye una gasificación natural y significa que la sidra no tiene gas ni glucosa añadida, lo que marca la diferencia con nuestras sidras que se producen con el método del champaña, en el que se le agrega glucosa y nitrógeno.
Por el lado de la carne el vasco era un poco “raro” para los demás muchachos del equipo. No tanto para mí, que había aprendido a comer la carne jugosa (ya de grande) con mi amigo Hugo Echavarrieta (otro vasco, miren ustedes, que así se llama el dueño de La Brigada). Es que para mi amigo el vasco del fútbol, al igual que este otro, la carne vacuna debe estar poco cocida (muy roja, chorreando sangre como dicen algunos). Esas peleas no tenían arreglo, lo he visto comer el asado un rato antes que los demás, que esperaban con toda paciencia la suela de zapato.
Me acordé otra vez más de mi amigo, cuando comía el chuletón de Sagardi, para el cual un animal grande, vaca o toro de 6 ó 7 años, con más de 650 kilos y una importante conformación de grasa. Durante los últimos cuatro meses, se lo alimenta con balanceado o pienso en forma intensiva, con el fin de incrementar el tenor graso y la veta. Y después me mostró cómo se corta el lomo chuletero, lo que aquí es el bife de costilla. El secreto es la maduración de la carne, que significa dejar estas piezas enteras en cámaras a 1º C de temperatura con un deshumificador que evita que el producto se enmohezca. El proceso lleva entre 8 a 14 días. La carne se asa con un colchón de brasas muy potente. Se le deja costras de ambos lados y mantiene roja por dentro para que no se deshidrate. En cuanto al salado, por una cuestión osmótica, cuando se le forma la costra de un lado se la da vuelta y se le hecha solamente sal gruesa y entonces el trozo de carne absorbe la cantidad necesaria.
Pucha a esta altura, para mis adentros me lamentaba no poder traerlo al vasquito a Sagardi. He visto a pocos cristianos hacerle tanto honor a la comida. Era mi compañero perfecto, en la cancha y en la mesa. Pese al lamento de nuestras mujeres, temerosas de la repercusión que podía tener nuestro juego fuerte en el campo de juego, y el aumento de colesteroles y estómagos que no condecían con supuestos deportistas. Mejor dicho, nosotros éramos “maratonistas de la comida y del vino”. Qué otra cosa podía salir de una mala junta entre un vasco y un italiano. Pero al fin y al cabo no teníamos otros vicios que jugar a la pelota y comer.
Cuando trajeron el bacalao a la mesa, la cosa ya se había puesto complicada. Pero de nuevo me volvió a la memoria mi amigo, y seguí para adelante como un caballo desbocado. El secreto está en el desalado. En Sagardi, utilizan el Gadus Morua, originario de Noruega, que es una de las 27 variedades que existen en el mundo y que se lo reconoce porque tiene una línea dorada en el medio del lomo. Emplean 110 horas de desalado por pieza. Se desloma y se sacan los cuatro cortes fundamentales: morro, lomo, cola y el resto que es el desmigado. A los cuatro se les hace un desalado diferente, por el grosor que tiene cada pieza. El primer punto del desalado es quitar la sal propiamente dicha. Se hace una inmersión de 24 horas, pasadas la cuales con el agua a 3º C y un Ph controlado, se lo pasa a la segunda inmersión que demanda algo más de 48 horas, proceso que se realiza para hidratarlo. Se lo saca, escurre y se lo mete en una pileta con agua cristalina a 3º C. Pasadas 48 horas, se obtiene el punto exacto de hidratación y textura. El bacalao se prueba en crudo. Luego se aplican las diferentes recetas como la tortilla de bacalao, bacalao frito, bacalao a la parrilla con tomate confitado, y pimientos rellenos de bacalao. Todo esto y mucho más hubiera comida el vasco de haberme podido acompañar a Sagardi.
Mi nostalgia llegó al límite cuando nos contaron la historia de la legendaria tortilla de bacalao que elabora en una casilla vecina a la sidrería de Astigarraga. La señora Rosario es una vasca que hoy tiene más de 90 años. La tortilla que lleva su nombre, como homenaje, lleva bacalao seco, verduras y huevos, se sancochan la cebolla y el pimiento verde en aceite de oliva a los cuales se le agregan el bacalao desmigado, los huevos caseros y el perejil.
Llegamos a los quesos de oveja y los postres quedaron para otra vez. Pero cuando estaba saliendo miré los pintxos y pensé: “Pucha, si estuviera el vasco, nos comeríamos unos 30 cada uno”. Qué presupuesto. Al mismo tiempo recordé que mi amigo el vasco era unos de los tipos más desprendidos del mundo. Generoso, como son todos los vascos. Y cuando salía de Sagardi, se me piantó un lagrimón. ¡A tu salud, vasquito! Al fin y al cabo fue como si estuvieras conmigo y con Miguel disfrutando de la verdadera cocina de tu patria de origen. El mejor homenaje que te podemos hacer es comer un chuletón, tomar la sidra escanciada y recordar al mismo tiempo alguna patada al wing derecho rival, que siempre se las aguantaba porque sabía que en el fondo, ese grandote fortachón era el mejor tipo del mundo, uno de los grandes amigos en la vida, en la cancha y en la mesa.