La dupla Jaime Rincón (español, gerente de Alimentos y Bebidas) y Christopher Carpentier (chef ejecutivo, chileno), ha sabido darle identidad a un bistró que sólo era mencionado por sus famosos unicornios colgados de las blancas paredes. Nos referimos al sofisticado restaurante del Faena Hotel Buenos Aires, que modificó para bien su estilo de cocina, hasta otorgarle una impronta latinoamericana, con platos peruanos, chilenos, brasileños y por supuesto los que llevan nuestro estilo argentino (bife con papa, acelga, y sus pencas, chimichurri y parmesano). El Bistró del Fin del Mundo, tal la nueva denominación, no sería lo que es actualmente sin el aporte de sus creadores, a quienes se suman el chef residente, Rodrigo Vázquez; la sommelier Valeria Mortata (a quien debieran imitar varios de sus colegas) y todo el equipo de brigada y de salón (estos últimos discretos y eficaces). En síntesis, nos encontramos con una grata revelación, que superó largamente las expectativas. La carta ha tenido una absoluta renovación, que podría englobarse en tres elementos fundamentales: calidad de productos, recetas modernizadas y creatividad máxima.
El Bistró del Fin del Mundo, no sería lo que es actualmente sin el aporte de sus creadores
Algunos ejemplos, en el caso de las entradas, son el cancato de salmón chileno, una versión del clásico plato mapuche con queso ahumado, chorizo, tomate, orégano, cebolla y merken; un audaz ceviche peruano suave y sutil, sin excesos de acidez, y la incomparable fiesta brasileña del Carnaval puesta en un plato de farofa, langostinos, pimientos, salsa moqueca y huevo de codorniz. También hay tartar de res; huevo “inspirado en los aromas de los bosques del sur” (perejil, hongos, croûtons, crema de parmesano y trufa), y calamar relleno a la vizcaína, con koskera, tinta y queso ahumado. La continuidad latinoamericana se sostiene en la lista de principales, donde se llevó las palmas el plato de tagliatelle con magret y confit de pato, cebolla morada, setas, porotos pallares y zanahoria ahumada. Hay otras sorpresas, como el locro líquido con cordero, vegetales y morrones; cochinillo con quinoa, castañas de cajú, acelga y jus especiado; liebre con pasta, ragú, rable, salsa civet, estragón y café; merluza negra con pasta de soja, hinojo y rostí de vegetales; risotto con remolacha, morcilla, queso de cabra y pistachos.
Los postres están a tono con la originalidad de la carta. Por ejemplo, el bizcocho de yerba mate con choco-aire helado y tofu de castañas. Y otras opciones de clásicos renovadas, tales los casos de los “tres vigilantes” (membrillo, batata, queso fresco, licor de caña, polen y frutos secos), y manzana verde (tatin, brisée de canela, sorbete de manzana, toffee y merengue de vainilla). La carta de vinos es otra atracción, pues fue armada vinos elegidos concienzudamente para satisfacer el gusto del cliente y no la conveniencia del negocio, como suele ocurrir habitualmente. El precio promedio del cubierto ronda los 500 pesos. No cobran servicio de mesa. Una experiencia distinta, entre unicornios y una cocina de alto nivel que vale lo que cuesta.
Un restaurante de campo como los hay a montones en Italia. Peumayén, cuyos dueños son descendientes de alemanes del Volga, ofrece una cocina auténtica en la que se entremezclan platos autóctonos y de inmigrantes.