Cocineros: no hay presente sin comprender el pasado

Martes, 9 de septiembre de 2014

Si uno presta atención, encuentra en la Biblia, el Nuevo Testamento, el orán, los Vedas, mitos griegos, celtas, mayas, aztecas, mongoles, recetas y alimentos básicos de distintos pueblos. De hecho, muchas etnias eran reconocidas por algún alimento específico, leche, manteca, papas, maíz, etcétera.

Javier Marías escribió en “El País”, de Madrid: “El problema es que todo lo habido sea inmediatamente relegado al olvido”. Y cuenta que los estudiantes de cine piensan que nada existió antes de El Padrino, o se sorprenden después de ver “ 300”, película dirigida por Zack Snyder, al saber que Leonidas de Esparta fue un personaje real. Revela Marías que en las clases de Historia del Arte que dirige su hermano Fernando, los alumnos describen una Piedad como “mujer llorando la muerte de un hombre”.  Hay, lamentablemente, una fecha de caducidad para cuanto sabemos y hacemos, se lamenta el cronista (¿sabrán algunos quien fue, Julián, su padre?).

A mí siempre me apasionó la historia. No la vieja historia que hacia hincapié en fechas de batallas, genealogía de reyes, memoria de los vencedores, e imaginaba héroes que no comían, no dormían ni tenían sexo. No, buscaba la historia menuda, lo cotidiano, la vida de los hombres y mujeres de a pie, debilidades mas que fortalezas, vicios mas que abstinencias, humanidad que palpita, y no frías estatuas. Ya en el terreno de la gastronomia, encontré que no había muchos libros sobre el tema hace 40 años. Pero indagando en la mitología, caí en la cuenta: el hombre siempre imagina en el más allá, el Paraíso, Valhalla, Nirvana, Campos Elíseos, Aaru, o como se llame el territorio del otro lado de la vida, los manjares mas exquisitos, los placeres prohibidos en la existencia terrenal. De esta manera, si uno presta atención, encuentra en la Biblia, el Nuevo Testamento, el Corán, los Vedas, mitos griegos, celtas, mayas, aztecas, mongoles, recetas y alimentos básicos de distintos pueblos. De hecho, muchas etnias eran reconocidas por algún alimento específico, leche, manteca, papas, maíz, etcétera. Esos datos me fueron de gran utilidad, cuando escribí el libro “Cocina Celta, recetas y leyendas”. Hace once años, que disfruto relatando episodios históricos y cocinando en un programa de radio. Hacemos preguntas, damos premios a los oyentes. Hace un par de semanas, pregunté: ¿Quién organizó las cocinas profesionales con el sistema de brigadas y jefes de partida, aún vigente? Mas de un fiel oyente contesto con seguridad “Auguste Escoffier”, pero muchos se sorprendieron cuando comenté al aire que suelo preguntar lo mismo a los aspirantes a cocineros que vienen a verme buscando su primer trabajo, muchos con el respectivo e insólito diploma de “Chef” bajo el brazo, y no saben responder.

No saben quiénes fueron Escoffier, ni Careme, ni Bocuse, ni Martínez Motiño, ni siquiera han oído hablar del ultramediático Adrià. Está claro que no leen libros de historia gastronómica, pero tampoco usan Google para investigar temas que tienen que ver con su profesión. Claro que tienden a imitar ropa, gestos, términos y presentaciones de platos que ven elaborar en TV a cocineros que, como se apuntó en nota de FDO (El duro oficio de ser cocinero, escrita por Juan Carlos Fola), parecen más actores que oficiales de cocina. Para algunos, es denigrante decir “oficio” y no “arte”, desconociendo que los antiguos gremios o cofradías, otorgaban el preciado titulo de “oficial” o “maestro” a quienes habían logrado dominar las “artes” propias de su oficio, ya fuera albañilería, pintura, escultura o cocina.

Volviendo a la historia, las crónicas generalmente dejan constancia de los banquetes de los poderosos, y es sólo por confrontación que intuimos lo que comían los pobres, los desposeídos. Era común, especialmente entre los siglos XV y XVI, que las clases dominantes se esmeraran en cuidar su imagen, su apariencia exterior, y abundancia obscena en la mesa. A los cocineros y maestros de ceremonias, se les exigía centrar su energía no tanto en los sabores sino en la teatralidad de las presentaciones, la escenografía sobre la practicidad y lo saludable. Las orgías gastronómicas que habían llevado a la ruina al Imperio Romano revivían, después de años de hambruna en Europa, en los castillos de los señores feudales, comerciantes enriquecidos, nobles y clero promiscuo (se cuenta que un obispo cumplía la abstinencia de Cuaresma, comiendo cuarenta platos el primer día y disminuyendo uno cada jornada, para comer “en santa penitencia” uno solo en vísperas de Pascua).

Como cocineros tenemos que transmitir, enseñar, mostrar los orígenes de la gastronomía, propia y ajena, de manera sencilla, para que todos se animen a elaborar los platos que les apetecen, o a degustarlos, con conocimiento previo, en los restaurantes.

Ahora bien, los pavos reales, faisanes, corzos y otros animales presentados recubiertos con plumas y pieles, platos de donde salían pajarillos vivos al intentar comerlos, gigantescos castillos de mazapán que fueron especialidad de Leonardo Da Vinci, cuando oficiaba de Maestro de Ceremonias de Ludovico el Moro, respondían a la consigna de mostrar riqueza, no de satisfacer el hambre. Todos los manjares, custodiados por soldados, eran paseados en tarimas, alzadas por sirvientes o esclavos ricamente vestidos, para que el pueblo llano, los villanos, contemplaran lo bien que podía comer su señor, lo poderoso que era. Por supuesto que tanta comida, ya en el castillo, y puestas las tablas sobre los respectivos caballetes, no llegaba a ser devorada en su totalidad por los privilegiados invitados al banquete, y los desperdicios, muchas veces en mal estado, llegaban cual migajas al estómago de los famélicos vasallos. Cuando veo algunos programas de TV, pienso en la similitud con estas escenas del Medioevo: cocineros con gestos teatrales, elaborando platillos con nombres exóticos, utilizando ingredientes que no son de uso popular, presentados con artificiosas imágenes arquitectónicas. Es, de alguna manera, mostrar al público algo inalcanzable.

Massimo Montanari, en su libro “El hambre y la abundancia”, escribió: “…en la sociedad europea de los siglos XIV y XVI, la noción de poder ya no es la de medio milenio antes. Los principales atributos de mando ya no son la fuerza física y la capacidad para la lucha, sino la habilidad administrativa y diplomática. También ha cambiado el modo de expresar el poder a través de de la comida. Lo que distingue al señor no es tanto la glotonería individual como su capacidad para orquestar sabiamente la cocina y la mesa, rodearse de las personas adecuadas a la hora de comer y admirar la cantidad de alimento estupendamente preparado gracias a su dinero y a la fantasía de los cocineros y maestros de ceremonias…”. Cualquier parecido con la actualidad podría no ser casualidad, sino producto de recurrentes ciclos históricos que padece la Humanidad. Recuerdo que los restaurantes, como los entendemos en la actualidad, nacen cuando grandes cocineros ven rodar las cabezas de sus señores en las incansables guillotinas de la Revolución Francesa, y deben ganarse la vida abriendo locales al público donde ofrecer sus creaciones. En pleno Siglo XXI, los cocineros que no habitan los “castillos virtuales” creados por los medios de comunicación masiva, que sufren y sudan día y noche cerca de los fogones, deben/mos reinventar nuestro rol dentro de una sociedad que ya no cocina puertas adentro de las casas, no disfruta la comida como excusa de reunión y disfrute, momento de compartir sabores y experiencias entrañables, socializar, mirarse a los ojos, reconocer sonrisas, mohines, gestos que enternecen, aromas que nos distinguen y otorgan identidad.

La memoria también se alimenta si cocinamos sin darle la espalda a la historia. Ya nadie cree haber nacido de un repollo, ni que todos los platos llegaban de París. Lo esencial sería lograr que se entienda lo importante que es el factor cultural, de socialización, de la comida, que un cocinero es un señor o señora común y corriente, con cierta habilidad para recrear recetas, y combinar ingredientes con gracia y equilibrio. Que comer también es compartir con iguales un momento placentero, que los platos son para ser ingeridos, saboreados, literalmente incorporados a nuestra propia esencia, y no para ser admirados desde la indefensión del neófito que no se anima a trasgredir normas dictadas por iniciados con carnet de conocedores. En definitiva, como cocineros tenemos que transmitir, enseñar, mostrar los orígenes de la gastronomía, propia y ajena, de manera sencilla, para que todos se animen a elaborar los platos que les apetecen, o a degustarlos, con conocimiento previo, en los restaurantes. Tendríamos, entonces sí, verdaderos conocedores de uno y otro lado del mostrador.

Fotos: Wikipedia y Flickr CC  kennymatic

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