Hace poco un colega me dijo, equivocadamente, que yo era amigo de los cocineros y que eso no es bueno para lograr ser ecuánime. En mis comienzos como periodista deportivo, nunca quise hacerme amigo de ningún jugador, técnico o dirigente. Esa costumbre la mantuve al pasarme al rubro agropecuario primero, y al gastronómico después, como complemento de lo anterior.
Pero siempre hay excepciones que confirman la regla, claro. Soy amigo de Pedro Picciau (Italpast), que es el mejor tipo, el más generoso que he encontrado en el ambiente. También de Martín Baquero, de Hugo Echevarrieta y de algunos más. No tantos. Con Ada Concaro, cuya desaparición física hoy todos lamentamos, nunca tuve confianza. Es más, si ella me hubiera cruzado en la calle seguro que no me hubiera reconocido. La saludé algunas veces en eventos de bodegas que se realizaron en Tomo I. Otras veces fui por mi cuenta y no me di a conocer, aunque últimamente eso era impracticable porque con su hijo Federico sí hemos tenido bastante contacto. Una vez, él me invitó a probar el nuevo menú, hace un par de años, y promediando la cena Ada salió de la cocina, como pocas veces lo hacía, para saludarme.
Hacia ella, yo sentía un aprecio diferente, respetuoso. Ada Concaro fue una precursora, y si alguna vez se crea una “cocina argentina” que nos identifique en el mundo, más allá de la mezcla de costumbres y comidas aportadas por los inmigrantes, mucho se le deberá reconocer a Ada. Durante mucho tiempo, Tomo I fue un referente de la comida de los argentinos. Recuerdo que hace tiempo, en una reunión en el Hotel Sofitel, un importante directivo de la cadena nos preguntó a los periodistas qué lugar le recomendábamos para comer esa noche. Un colega dijo: “Casa Cruz”. Me pareció muy inoportuno recomendar un restaurante que poco tiene de “argentino” o de representativo de nuestra cultura gastronómica. Casi sin pensarlo, le dije: “Para mí, Tomo I”. Y el señor, que hablaba en francés (y por eso lo tradujeron) señaló: “Sí, esta noche vamos ahí”.
Anécdotas aparte, quiero reivindicar a los cocineros que están ahí adentro, no a los que se pavonean en el salón y le escapan a los ardores de la cocina, donde están el estrés, el calor, pero también el sitio donde el cocinero hace demostración de su talento. Y Ada, igual que su hermana Ebe, siempre estuvo al pie del cañón. No les gustó nunca salir al salón a recibir felicitaciones, aplausos. Para Ada, sin dudas, el mejor gesto de aprobación hacia lo que hacía era siempre observar cómo sus platos volvían vacíos a la cocina, signo inequívoco de que al comensal le había gustado. Desde hace un tiempo y por motivos de salud, Ada ya no estaba trabajando. Pero su “ardor”, esa sensación que uno tiene en su propio cuerpo cuando hace lo que le gusta (como me ocurre a mí cuando escribo esta nota) estará siempre presente en su restaurante, ese Tomo I que continuará con Ebe y con Federico, pero donde la imagen señorial de Ada estará siempre vigente en el cerebro y el corazón de todos. Porque ella, Ada, nunca “se la creyó”. Por el contrario, jamás dejó de perder ese “ardor” que le provocaba armar cada plato, minuciosamente preparado, algo así como una obra de arte efímero, pero arte por sobre todas las cosas.
Así se nos fue Ada, en silencio y sin estridencias, como fue toda su vida, la vida de una talentosa profesional que amaba lo que hacía y que nos deleitó en el alma hasta que su físico dijo basta.