FONDO DE OLLA HIGH CLASS

Comer en la Maison Bras

Martes, 11 de noviembre de 2014

Leandro Caffarena nos cuenta su experiencia en uno de los mejores restaurantes del mundo, La Maison Bras, en Laguiole. Y parece que el francés, Michel, junto a su hijo Sébastien, lo deslumbró realmente.

Bras - Sébastien et Michel - Route de l’Aubrac 12210 Laguiole (Aveyron), Francia - Tel.: + 33 (0) 5 65 51 18 20. 

Precio menú: 208 €

Esta es probablemente la crónica culinaria más importante de mi vida. No porque me esté jugando, nada ya que Cali Fidalgo y Juan Carlos Fola con su generosidad habitual me dejan escribir en su página sin ningún tipo de condicionamientos, sino porque uno tiene el afán de trasmitir con precisión las experiencias que son cálidas a sus emociones, esas en donde es difícil tomar distancia.

Allá por el año 2003, tuve el gusto de ver el primer capítulo de una serie de grabaciones tituladas L'invention de la Cuisine, del director Paul Lacoste. Se trataba sobre Michael Bras. Fue entonces, viendo a Bras pintando sobre un acrílico transparente, para que la cámara tomara desde abajo su genial Gargouillou, que me enamoré perdidamente de su cocina.

Conocía a Bras porque, como amante que soy de la haute cuisine, sabía que fue él quien inventó el volcán de chocolate (Coulant en su nombre original) en 1981, que después resultara el postre más copiado de la historia de la gastronomía. Así que una docena de años después de ver el documental, un miércoles de octubre llegamos a Laguiole con Paz Lynch, a enfrentarnos contra el temor de desilusionarnos con el mito que nosotros mismos habíamos construido en nuestras cabezas durante más de una década. Sabíamos no obstante, que Michel estaba casi retirado de las cocinas, más dedicado a sus múltiples empresas que al restaurant insigne, el cual había quedado a cargo de su hijo Sébastien, que había tomado la posta con absoluta fidelidad y éxito: el restaurant mantuvo las tres estrellas Michelin sin importar el paso del mando y seguía siendo un templo mundial de la gastronomía. Llegué, además, con la recomendación -y una botella de regalo para la familia-, de quien es mi profesor y amigo Fernando Mayoral (quien oportunamente había trabajado en esa cocina), gesto que sin duda ayudó en cuanto a la cordialidad con que nos recibieron.

¿Cómo se puede describir el restaurant? Desde Laguiole se llega únicamente en auto -unos siete kilómetros- por una ruta de mano y contramano con vueltas y más vueltas, y se debe tomar un desvío hacia la izquierda, desvío que prácticamente no se ve y que tiene un cartelito azul muy difícil de divisar. Desde allí se sube hasta lo más alto de la meseta, desde donde se divisa toda la región (el macizo de Aubrac). Nosotros, que llegamos de noche pese a las advertencias de llegar temprano, no vimos nada del paisaje y la verdad es que no nos da el cuero para cenar a las seis de la tarde, pese a que el costo sea perderse las fabulosas vistas.

La Maison Bras está dividida en dos grandes salas. La primera, es la del aperitivo. La construcción es racionalista con características de la década del ‘80. Un gran salón de techos no muy altos, enteramente blanco y vidriado mirando hacia el paisaje. Las mesas van siguiendo la línea curva de los ventanales. En el medio, un hogar, también racionalista y a la vista de todos, calienta el ambiente y aporta cierta viveza a tanto blanco. Ahí uno elige el aperitivo y llegan los primeros amuse bouches.

Un plantel de camareros estará atento a que no falte nada, pero hay dos personas que con una profesionalidad envidiable y un ojo vigilante, controlan todo el salón sin hacerse notar: la primera es la encantadora Véronique, la esposa de Sébastien, y el segundo es Sergio Calderón, sommelier de la Maison Bras desde hace más de veinte años, y como nos comentó él, a esta altura más francés que argentino.

Sergio Calderón es un maestro y no tengo más que palabras de agradecimiento para con él. Porque ir a un restaurante tres estrellas con semejante posición dentro de la Historia Gastronómica Mundial puede resultar intimidante, ya que de alguna forma existe el temor de ser vistos como comensales rústicos que no están a la altura del lugar. Y fue Sergio quién sin explicar demasiado, nos guió durante la noche. Un ejemplo de esto fue la elección de los vinos. Desconozco cuántas etiquetas tiene Bras, pero cuando se me acercaron con un bibliorato de treinta centímetros de altura me sentí obviamente perdido y desolado. Al ver mi mirada de evidente angustia, Sergio se acercó a la mesa y nos dijo que si lo honrábamos con nuestra confianza y dejábamos todo en sus manos, él se encargaría de armar un maridaje conveniente.

Llegaron nuestros aperitivos -una cerveza y un kir royal tuneado con la siguiente descripción: un kir, un peu, sans plus... la Guines et Guins de Laurent associée à un Gaillac perlé, acompañados de los amuse bouches y ya empezamos comprobar que no habría desilusión. Daba pena comerlos, porque uno se resistía a desarmar esos emplatados tan perfectos. Un oeuf en cocotte, donde la yema templada del huevo se sirve dentro de la cáscara perfectamente rota del mismo huevo y con un toque de vinagre de jerez para darle acidez, eso acompañado con un crocante de sésamo y una suerte de galleta de setas frescas con una masa hojaldrada.

Una vez que los terminamos, nos invitaron a pasar al salón comedor con una escala previa en la cocina para saludar a Sébastien y entregar nuestro regalo -el de Fernando Mayoral, que fue él que mandó el vino-. La cocina, a la que se accede a través de una puerta de vidrio corrediza (y automática), es por supuesto como el quirófano de un hospital de última generación. El plantel de cocineros es enorme. No se escucha al menos mientras pasamos por allí, ni un grito y todos realizan sus tareas en completo silencio. Nos saludamos brevemente con Sébastien y seguimos nuestro camino hacia el salón, que también todo en blanco y con mesas redondas, asombra por su minimalismo y su ambiente silencioso.

Como en cualquier restaurante “estrellado”, cada plato es presentado por el camarero al ser servido. En Bras se puede comer a la carta o elegir entre tres menús posibles, uno de ellos vegetariano. En nuestro caso y por sugerencia del propio Sébastien, elegimos el menú llamado Balade que consta de cinco principales, mesa de quesos y tres postres. En todo este tipo de restaurantes, inclusive en la Argentina, es muy común ofrecer dos o más postres, o un prepostre y un postre. Particularmente yo no soy del postre, así que siempre prefiero más principales y menos postres, pero bueno, así es como son las cosas y uno no puede hacer nada al respecto.

Mayoral y Guido Tassi, son discípulos del gran Michel Bras. Palabras mayores, sin dudas, una experiencia fascinante en Laguiole, contada en primera persona.

Sergio nos sirvió las dos primeras copas de vino y enseguida llegó el primer plato, que para mi satisfacción fue el famoso Gargouillou. Es uno de los grandes clásicos de Bras, básicamente una ensalada de interminables vegetales perennes como espárragos, brotes, lúpulo. Otros como alcauciles y cardos. También lleva semillas de cilantro, flores de remolacha, cáscara de naranja, cebollas, espinacas de varios tipos, coles, hojas de mostaza, acelga, borraja, brócolis, tréboles, ajos, hinojos, perifollos, chivirías, rábanos y la lista sigue. Algunos van crudos, otros pasados por agua, otros apenas sofritos en una pequeña lonja de jamón, que se agrega al plato. Algunos ingredientes se suman y otros se van dependiendo de lo que haya cada temporada, y sabemos de buena fuente que muchos de los pasantes de Bras salen a las cinco de la mañana a caminar por la meseta de Laguiole a buscar estos brotes. Pero lo más impresionante, es el color y el sabor. El color es el de un impresionista de los mejores. Uno se queda con la sensación de estar contemplando un Monet.


Porque eso es visualmente el Gargouillou, un cuadro de Monet. Y el sabor... el sabor es de una sutileza y complejidad que ya de por sí son difíciles de escribir. La síntesis que se me ocurrió, fue la siguiente: cuando Fola me preguntó que me había parecido, mi respuesta fue: “jamás en la vida pensé que una ensalada me podría producir la misma emoción que un bife de chorizo o que un plato de pastas”. La descripción del plato, con la habitual poesía francesa es: aujourd'hui "classique": le gargouillou de jeunes légumes; graines & herbes, lait de poule parfumé.

El segundo plato fue un representativo de la Baja Normandía. Unas vieiras hechas en manteca, apenas saladas y acompañadas de membrillos de Pruines y brotes. De este plato, recuerdo en particular la textura de las vieiras que era tan espumosa como la espuma del coral y las barbas de la propia concha, que le servían de base. El otro punto destacable era el perfume cítrico del plato.

Seguimos con el foie gras: ni chau - ni froid: le foie gras de canard grillé et relevé d'houttuynia; pomme akane de pruines; vinagre de prune. Este fue probablemente el plato más sencillo de la carta. El foie gras de pato a la plancha -un trozo abundante, alto y de buen color-, acompañado de houttuynia, una planta que crece en el sudeste asiático con cierto gusto cítrico que iba perfecta para la potencia del foie y unas láminas de manzana Akane con un toque de vinagre de ciruela. El balance de este plato era espectacular, entre la grasa del foie y la delicadeza del resto con la acidez de los cítricos, de la manzana y del vinagre de ciruela. Como todo lo de Bras el plato es magistral, pero como pasa en general con los platos de foie gras, es difícil que sorprendan, quizá porque toda la espectacularidad se la roba el producto estrella, que deja poca prensa para la composición que como en todos los casos está hecha con precisión absoluta.

Así como el tercer paso fue el menos sorprendente, el cuarto nos dejó boquiabiertos: original de Hokkaido (Michel Bras es un fanático de esta zona del Japón y tiene allí su único restaurant fuera de Francia). Cuenta en la base con una vinagreta de trufas negras, arriba un bizcocho cremoso y suave de calabaza y queso Laguiole tibio, de separador una suerte de lámina crocante en la cual dominaba el sésamo, y arriba una crema de avellanas, fría y salada. La recomendación era ir de arriba hacia abajo completo. El resultado: en la boca se producía una mezcla que provocaba la felicidad, entre caliente y frío, y entre texturas crocantes, esponjosas y suaves con la dulzura de la calabaza y la acidez de la crema de avellanas. Todo en el plato es tenue y da la impresión de sencillez (aunque es cualquier cosa menos sencillo) y tiene el tamaño necesario para dejarte con las ganas, que es concretamente lo que tiene que lograr un plato y como en los demás casos, todo con productos del Aubrac, porque una constante en Bras es la necesidad de destacar los productos de su tierra natal por sobre todas las cosas. Y eso aparece, más allá de las menciones a Japón o a la Normandía, a lo largo de toda la experiencia.

El cuarto paso marcó el cierre de los salados a toda orquesta: una suerte de lomito de ciervo local -de hecho vimos uno que saltó la ruta camino a Laguiole- perfectamente sellado por fuera y rojo sanglant por dentro. Carne sabrosísima y suave, pese a ser de caza, acompañada por uno de los productos que fui a probar: el aligot, plato representativo del Aubrac que consiste en un puré de papas hecho con ajo y queso Tomme de Laguiole, un poco de romero y de manteca, lo que le da al plato una consistencia chiclosa -por primera vez esta palabra tiene un buen sentido en cocina-, tanto en textura como principalmente en sabor. Fue un gran final para los salados y podría decir que entre las emociones, los platos y los vinos que Sergio no había cesado de traer, ya estábamos con la panza llena y el corazón contento.

Sin embargo, faltaba aún la mesa de quesos con un carro en el que se destacaban unas cuarenta variedades -todas de Aveyron y alrededores- y los postres. Elegí tres con la absoluta certeza de que me arrepentiría toda la vida de no haber comido hasta reventar -hoy pasado un tiempo de la experiencia sigo arrepentido-, y pasamos a los postres.

Y el primer postre, aunque como dije antes yo no soy de postres, fue una puñalada al corazón: una reinterpretación del viejo Coulant de Michel Bras, el famosísimo volcán de chocolate, pero en lugar de la receta original, en esta ocasión el bizcocho era de castañas y el relleno de helado de rhum con un toque de cacao. Y al partir el bizcocho, de una esponjosidad extraordinaria, literalmente el helado se derramó sobre el plato. Nada de esos rellenos de chocolate, espesos, densos. Todo lo contrario. Lo que vimos fue un relleno líquido, sabroso, de color oro, fantástico. En el emplatado, una aguja hecha con caramelo y una castaña como cabeza, apoyada sobre el coulant, otra composición pictórica pero en este caso hiperrealista.

De segundo postre, los higos tostados y la crema cuajada con perfume de acacias, perfectamente realizado pero no particularmente destacable. Y finalmente, para cerrar, cuando estábamos a punto de explotar, un carro de helados en cono de diferentes sabores que en lo personal yo borraría del menú, ya que después de semejante muestra de delicadeza y clase a la hora de cocinar, éstos últimos quedaban como si hubieran puesto fuegos artificiales para sorprender al público, algo que Bras no necesita y menos a esa altura de la cena, cuando uno ya pasó por todos los niveles de éxtasis que la comida puede brindar.

Como todo en un restaurante tres estrellas, comer en Bras es costoso, aunque no imposible para quien realmente tiene el deseo de hacerlo. El restaurant transpira delicadeza y clase, pero también obsesión y vocación por el trabajo. Sergio nos contó que su desembarco como sommelier, como en tantos casos, fue producto de la necesidad: era joven y tenía que mantener a su familia: arrancó en la bacha como tantos grandes personajes ligados a esta industria. Michel te contaría la misma historia sobre sí mismo- me dijo-, para muchos de nosotros fue una cuestión de necesidad.

Nadie me dijo nada, pero creo que fue ese origen humilde el que hizo que nos hayan recibido con ese corazón abierto: la comunión que les produjo intuir que no estábamos allí para figurar, que llegamos allí como fruto de un esfuerzo; de la voluntad de llegar por el más puro amor por la comida.

Fotos: Paz Lynch y Relais Châteaux

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