No se es chef de la noche a la mañana

La soberbia en la gastronomía

Jueves, 14 de diciembre de 2017

En las buenas novelas policiales, el autor suele presentar algunos hechos en apariencia inconexos, triviales, que luego terminan armando la trama que lleva a descubrir el crimen. Como aquí hablamos de gastronomía, el crimen más común suele ser el exceso de soberbia.

Sucedió que, leyendo aquí y allí, tomé conocimiento de tres cuestiones: una especie de curso rápido para montar, en vez de platos, Obras de arte comestibles. Una crónica sobre congresos de cocina sin trascendencia culinaria. Una reflexión sobre la falacia de convertirse en chef de la noche a la mañana. La mesa está servida para investigar.

En el primer asunto, se menciona un hecho irrefutable: lo que espera hoy en día con más ansiedad un estudiante de gastronomía es montar platillos, especialmente pintar arabescos circulares con salsas huérfanas, delgadas y solitarias, y distribuir los alimentos emulando a Joan Miró o Kandinsky en un espacio escénico que los antiguos seguimos denominando plato.

Me gusta recordar que en las épocas decadentes de Roma y otros Imperios, en las mesas de los poderosos se imponían los excesos, las extravagancias y el lujo; los cocineros competían para presentar los platos de la forma más teatral posible, incluyendo cerdos asados que al abrirlos dejaban escapar pajarillos vivos, o aves presentadas con sus plumas, o manjares cubiertos de polvo de oro.

Se buscaba asombrar a los comensales y es curioso, ninguno de esos absurdos montajes sobrevivió al paso del tiempo, como sí lo hicieron los sabrosos guisos de los campesinos que forman parte de nuestra cultura, y dan identidad a los distintos pueblos.

A las presentaciones clásicas, que tienen en cuenta lo visual, pero también la comodidad del comensal para que le sea fácil y placentero consumirlo, y no se paralice ante torres de babel sin saber por dónde comenzar a hincar el diente, se le opone la idea de presentar obras de arte comestibles, donde predomina la estética sobre el sabor, las texturas y la temperatura (ya que el chef artista se toma su tiempo para disponer uno por uno, con sus propias manos, los elementos de su performance culinaria).

Segundo caso: Ignacio Medina reflexiona en El País de Madrid sobre los congresos de cocina que proliferan en todo el planeta, afirmando que se han convertido en acontecimientos sociales sin trascendencia culinaria, y añadiendo con cierta desazón: "Los eventos se ajustan a un guion establecido. Un par de estrellas que no tocaron un cuchillo y menos un producto, mostrando vídeo tras vídeo: de su restaurante, de su cocina, de una receta grabada... Cuando has visto a un cocinero multiestrellado concretar su intervención a partir de un vídeo de su madre, como ejemplo de los vínculos incuestionables entre la cocina de vanguardia y las tradiciones familiares, puedes tener claro que lo has visto casi todo, o que no necesitas seguir mirando, que tanto da".

Llama a los grandes nombres, invitados para dar proyección pública al evento, profesionales del escenario que preparan un par de videos por temporada y se lanzan de aeropuerto en aeropuerto en una gira de exhibición. "Si yo tuviera un congreso -concluye Medina-, prohibiría los vídeos y exigiría cocina, ampliando el tiempo de trabajo de cada ponente y reduciendo el número de maulas que suben al escenario. Me olvidaría de los limosneros de votos y las estrellonas del circo culinario para volver la vista al mundo de lo posible, encarnado por esos profesionales capaces de ofrecer propuestas que todos puedan entender e imitar para empezar a crecer".

Por último, Jacques Rogozinsky, en El Financiero de México, escribió una nota con un titulo estupendo ("Los 12 metros más largos del mundo"), donde plantea una alegoría interesante describiendo un restaurante en Kioto llamado Shushi Kappo Nakaichi. Dice que es como una caja de zapatos de unos cinco metros de ancho y doce de largo. Al frente la barra del chef y asientos para once comensales y, detrás de las cortinas, cocina, estufas, freidoras, heladera y la bacha.

Y aquí explica el título de su nota: los 12 metros que van del fondo de la cocina al frente del local son los más largos del mundo: al chef le llevó 14 años recorrerlo. Un año lavando platos, luego dos años en la freidora, uno asando pescado y. luego de pasar 10 años cortando pescado y elaborando algunos sushis y sashimis, pudo convertirse en chef del restaurante. Como tal, ocupa el extremo derecho del salón, el del cocinero venerable, luego de comenzar en el extremo izquierdo como un simple obrero.

La calidad de sus sushis y sashimis es impecable, los cortes tienen precisión milimétrica, producto de esos años de entrenamiento. Ésta es una muestra del trabajo en la cultura japonesa. En contraposición, el cronista nos recuerda que en Occidente la norma es la gratificación inmediata, ganar dinero y ascender rápidamente, triunfar de un día para otro.

El resultado lo vemos a diario: mucha soberbia y poca experiencia, muchas pretensiones y ningún conocimiento. La receta que lleva a sucesivos fracasos y frustraciones.

Y aquí tenemos el asunto resuelto: la soberbia ahoga en lágrimas de sangre y mata la posibilidad de convertirse en buenos profesionales a quienes no tienen la suficiente vocación ni admiten que para llegar a la cima hay que escalar paso a paso la montaña.

Si querés entrenarte como un atleta o artista de variedades para lograr bellísimas filigranas sobre espejos, en vez de sudar cerca del fuego atento a transformar materia prima en manjar. Si te desvelás para concurrir a cuanto evento y congreso exista, y tomás clases de oratoria y expresión corporal para saber moverte en los escenarios, y rechazás la experiencia de un buen despacho a salón lleno.

Si, a diferencia del chef de Kioto, querés ocupar el primer día la posición de jefe. Si pensás que no necesitás informarte, estudiar, leer, escuchar a quienes de precedieron en el oficio, entonces, tarde o temprano, el juez supremo, el comensal, te condenará al ostracismo. Caso cerrado.

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