No aclaren que oscurece

Las modas en la gastronomía

Jueves, 23 de febrero de 2017

La moda, la vanguardia, lo moderno, tienen en común la fugacidad. De pronto, alguien quiere diferenciarse, y termina generando imitadores, rebaños sumisos de diferentes, que finalmente logran que el elemento diferenciador desaparezca al masificarse. Algo de esto también pasa en la cocina.

En general, históricamente, las clases dominantes buscan con desesperación ser diferentes del resto, y plantean usos, costumbres, vestimentas, lenguaje y comidas; invariablemente el resto de las clases imitan y/o se apropian de las novedades, y la rueda vuelve a girar.

Algunos sociólogos dicen que la moda es simplemente una herramienta que los individuos utilizan para liberarse de la angustia de tener que elegir, tomar sus propias decisiones. Son gentes que se sienten más a gusto al integrar un grupo que piensa de igual modo, o que sigue los dictámenes de gurúes o formadores de opinión para no ser señalados como ignorantes.

En gastronomía, se han adoptado modas absurdas desde siempre. Basta recorrer la historia para comprobarlo, pero ninguno de los extravagantes platos de los ricos romanos, por citar solo un ejemplo, sobrevivió al paso del tiempo, como sí lo hicieron los simples guisos de los campesinos.

Quedó el plus transformado en polenta, pero no las lenguas de faisán de Apicio. En estos días, la foto viralizada de unas empanadas sobre un colchón de rúcula aprisionadas en un frasco, levantó voces de rechazo y algunos parecieron descubrir otras genialidades para insertar notas de color hasta en los noticieros.

¡Pero hace 15 años que se sirven comidas sobre mosaicos y azulejos, vidrios, maderas, dentro de frascos y hasta latas de conserva usadas, con el beneplácito de los conocedores!

Muchos de los que ahora niegan tres veces antes de que cante el gallo, han escrito notas de alabanza, presentado platos de esa índole en sus restaurantes o programas televisivos, o degustado con los ojos en blanco del diletante.

Estamos errando el camino. Nos dejamos llevar de las narices para no quedar como tontos. ¿Será más importante pintar un espejo imitando a Joan Miró que lograr una salsa exquisita después de mil intentos?

Puedo oír con respeto a un enólogo, sommelier o periodista especializado hablar de un vino con términos sencillos, pero mi paladar tendrá la última palabra. Nadie puede imponer gustos.

Hubo un tiempo en que se pusieron de moda los festivales de la canción. Tuvieron un gran éxito y miles de personas pasaban horas frente a las imágenes en blanco y negro del enorme televisor, para ser testigos del nacimiento de un nuevo ídolo.

Pero los compositores comenzaron a crear temas festivaleros, todos iguales, con la idea única de ganar el próximo festival. El público se cansó de ese formato.

Odié las ridículas flores de zanahoria, papas y remolachas crudas decorando platos, pero durante casi 20 años todos los cocineros repetían el esquema. La historia se repite, con un agravante: en muchos casos la decoración, clonada hasta el cansancio, no va acompañada de comida con el sabor, la textura y el punto de cocción adecuado.

Ningún arquitecto construiría un edificio que no pudiera ser habitado, pero hay cocineros que pensando en sorprender olvidan que la comida es, ni más ni menos para comer, disfrutarla, incorporarla a su esencia.

Basta de buscar recipientes extraños y nombres nuevos para enmascarar defectos. Siempre hubo torturadores y abusadores de la lengua, propia y ajena.

En general, se pecó por exceso, verborragia y oropeles. Pero en la actualidad, se plantea una paradoja: cada vez se utilizan menos términos para comunicarnos, y sin embargo se inventan curiosos neologismos como si nuestro idioma no fuera lo suficientemente rico.

Reduciendo el asunto al rubro gastronómico, comprobamos a diario que se cambian los nombres de manera arbitraria a las recetas. Por ejemplo, es sabido que pizza se refiere a un pan redondo, plano, horneado y elaborado con harina de trigo, sal, agua, levadura, aceite de oliva.

Los arqueólogos han encontrado un pan entre las ruinas de Pompeya, redondo, cortado en ocho porciones, similar a la actual pizza. Es cierto que en Roma elaboraban un pan plano untado con aceite y miel, saborizado con laurel, al que llamaban placenta (creo que figura la receta en De Re Coquinaria de Apicio).

Pero, etimológicamente, pizzo (del alemán antiguo bizzopizzo, trozo de pan), se convierte en pizza en el Siglo XII, denominando al pequeño pan redondo y tierno.

Entonces, ¿por qué se dice "a la pizza" cuando se cubre con queso, u otros ingredientes, cualquier vegetal o trozo de carne, especialmente matambre? ¿La porteña milanesa a la napolitana sería milanesa a la pizza, siguiendo ese razonamiento?

Seguramente el poeta Baltasar del Alcázar, al escribir "Tres cosas me tienen preso/ de amores el corazón, / la bella Inés, el jamón, / y berenjenas con queso", no imaginó que su amada le servía berenjenas a la pizza.

Ni hablar del carpaccio. Cualquier ingrediente cortado muy delgado, berenjena, pescado, pulpo, melón, o frutillas, merece el calificativo. Se olvida que el término, aplicado a rebanadas muy delgadas de lomo de ternera cruda, obtiene ese nombre porque su creador (¿Giuseppe Cipriani?), admirador del pintor Vittore Carpaccio, debido a que en sus cuadros se destacaba el color rojo, quiso homenajearlo llamando así a su elaboración.

Últimamente oigo a muchos cocineros decir bife de chorizo con hueso cuando asan, generalmente en el muy de moda disco de arado (que no siempre es disco de arado), bifes con costilla. Intenté muchas veces investigar sobre el origen del curioso nombre del bife de chorizo, sin mucha suerte. Pero, tal vez, tiene ese nombre porque al separarlo del costillar, presenta una forma similar a un gran embutido, lo que descarta que se pueda denominar así cuando conserva el hueso.

Y, ya que mencionamos antes el matambre a la pizza, también debemos apuntar que muchos llaman a cualquier arrollado matambre, nombre argentino si los hay.

Dicen que ese corte de carne de ternera, llamado malaya en Chile, suadero en México, falda blanca en Panamá y simplemente falda en otros países hispanoamericanos, toma en la Argentina ese nombre debido a que, por ser corte de poca calidad, se le solía entregar a los obreros de los frigoríficos como complemento del salario, y aun regalarlo junto con las achuras a la población negra a mediados del Siglo XIX, por lo que "mata-hambre" resultó el nombre que el ingenio popular le dio.

El arrollado con esa carne tomó el nombre de ese corte, impropio, por ejemplo, para un arrollado de pollo.

¿Y qué decir del plato emblema de la industria de la alimentación? La imperialista hamburguesa, nacida, según la leyenda, en un barco que partió de Hamburgo cargado de emigrantes con destino a Nueva York, ¿revalorizada? actualmente por entusiastas y jóvenes cocineros con el mote de gourmet (otra palabra multiuso), se multiplica renunciando a su esencia carnívora, y se presenta como hamburguesa de verduras, de pescados, mariscos, pollo, semillas de girasol, y cuanto ingrediente imagine el creador de turno.

Para evitar suspicacias, aclaro que esta tendencia se da en todo el mundo referido a diferentes elaboraciones y tampoco es privativo de una época. Para dar solo algún ejemplo conocido, pasa con la paella, cuando se aplica el término (nombre del recipiente) a cualquier arroz sin las características propias de la auténtica paella valenciana. Con las tartas pascualinas bautizadas como empanadas gallega, lo mismo.

La primera vez que pedí bife a la Stroganoff en Buenos Aires, recibí un bife de chorizo (asado), acompañado de espinacas hervidas y crema de champiñones (lejos de aquel beef elaborado por el chef francés del conde Stroganoff, para quién adoptó un guiso de su país al gusto ruso, cortando la carne en tiritas a la mongól y añadiendo crema agria).

Hace un par de días, en la pizarra de un bar de Congreso anunciaban maxinesas y chickenesas, o algo parecido. Claro que, cuando quise degustar unos años atrás, un auténtico caldo gallego en un restaurante de Foz (Lugo), me sirvieron un caldo insípido con fideos cabello de ángel.

Por ello, viene a cuento citar lo que escribió Cervantes en su Quijote: "En todas las casas se cuecen habas; y en la mía, a calderadas".

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