Si por algún lado se nos pianta la argentinidad al palo (esa que a veces reprimimos por "snobearla" de mundanos y enterados de cómo son las cosas en esos pagos donde se corta el bacalao) es cuando hacemos un asado o participamos en él. Ahí sí que nos pintamos como argentos de pies a cabeza, y nos sale el gaucho matrero de adentro
Quien más, quien menos, se las sabe todas en esta materia, de modo que el asador titular del asunto nunca estará solo y librado a su suerte, aunque quiera. Serán inevitables las opiniones de todo pelaje sobre su noble quehacer en tanto y en cuanto se reúnan más de dos personas en torno a la parrilla. Porque así como todos los argentinos llevamos un director técnico de "fobal" adentro, que acompaña a un tanguero, a un potencial emigrante, a un Presidente que tiene la solución a todo y a un opinador compulsivo sobre cuanto haya en el planeta, también hay un asador en nuestras entretelas, esperando el momento de saltar cual centella hacia las brasas y las carnes para hacer justicia.
Por eso el asador designado o autodesignado nunca podrá dejar de sentir una especie de aliento en la nuca, y varios pares de ojos que parecen atravesarlo para posarse en la parrilla y lo que hay en ella, a ver cómo va la cosa. Por cierto, es muy amplia la variedad de jodidos que esperan comer y, mientras tanto, se entretienen desculando lo que hace el pobre cristo que está no ya en los cielos sino en el infierno lindante con la parrilla. Y cada uno funciona, en este aspecto, de acuerdo a la confianza que lo una al asador. La ciencia ha demostrado, sin lugar a dudas, que a mayor familiaridad más pesado se pone el convidado. Algunos, los más extremos, llegan a meterle mano al trabajo del tipo, aún a riesgo de que les hagan comer una ensalada de brasas. Según todos los asadores vocacionales entrevistados para la última encuesta nacional realizada por Asadores Anónimos, estos individuos se encuentran en una proporción de cuatro a uno; es decir que de cada cuatro comensales, uno registrará este aberrante comportamiento. Los mismos encuestados sugieren que, para neutralizarlos, lo más indicado es limpiar la parrilla con sus caras, pero también reconocen que pocos se atreven a hacerlo, conformándose con arrojarles una clásica puteada o cuanto mucho un certero piñazo.
No podemos dejar de mencionar a las damas presentes, faltaría más; algunas de ellas, en vez de ocuparse sólo de las ensaladas (como indican la moral y las buenas costumbres) se inmiscuyen en la tarea asadora. Y no falta la que acerca un morrón o una batata para poner en la parrilla, la amable que te lleva un vinito, la que quiere calentar una pava para clavarse unos matienzos “mientras se hace el asado”, dice, como si se hiciera solo el desgraciado y no hubiera un abnegado varón ocupándose del tema. Está la que se para al lado de la parrilla y mira, sólo mira, como si pretendiera descubrir secretos arcanos de una ceremonia antiquísima, o la que pregunta livianamente las tonterías más incontestables, demostrando que las féminas de asado saben tanto como yo sobre la vida en Neptuno. Algunas de las consultadas por Asadores Anónimos han dejado entrever que el hecho de estar mirando a un hombre haciendo asado, no digamos que las erotiza (sería una exageración) pero si les da como una cosita, tal vez porque tan varonil tarea se asocie con alguna emanación de testosterona que nosotros no percibimos, y ellas tampoco, pero “sienten” de alguna manera. En todo caso, es uno de los tantos misterios que guardan las mujeres para los hombres. Y viceversa.
¿Y qué podemos decir de los chicos? ¡Ah, esas dulces criaturitas, alegría de la vida, remanso de los años por venir, esperanza del futuro, manga de hinchapelotas! Sí, porque en caso de asado, los pibes centuplican su innata capacidad de romper paciencias, e incordian en ocho idiomas peor que nunca. “¡Pá, tengo hambre!”; “Tío, ¿falta mucho?”; “Abuelo, dejame que te ayude”; “Primo, ¿por qué hacen ese ruidito las brasas?”; y cuantos etcéteras se te ocurran. Si son muchos, lejos de ponerse a jugar entre ellos, parece que se complotan para turnarse a ir y preguntar giladas imposibles. Y ni se te ocurra dejar que alguno te ayude, por mucho que insista. Si tiene menos de doce años, invariablemente se quemará con una brasa o le saltará una chispa a los ojos, con lo cual la madre te arrojará rayos y truenos con la sola mirada, sin obviar algún insulto ad-hoc. Y si tuvieran 12 o más, el natural atolondramiento propio de la adolescencia puede hacer que el asadito termine en un incendio que reíte de Nerón cuando le prendió fuego a Roma.
Otro ejemplar mencionado con insistencia en la encuesta de Asadores Anónimos (tan mencionado él mismo como su señora madre, hay que decirlo) es ese que se porta como un santo mientras carnes y achuras se cocinan; no molesta para nada, limitándose a beber y picotear lo que haya, mientras departe amablemente con el resto de la concurrencia sobre los tópicos habituales en estos casos. Un amor de tipo… aparentemente. Porque apenas aterriza en su plato un pedazo de asado y/o cualquier otra cosa que le provea el asador, expele unas críticas implacables, demoledoras para con la hechura del morfi, que jamás omiten comparaciones de lo más odiosas y hasta ironías de variado calibre, que al pobre asador se le atraviesan en el esófago cual puñalada trapera, deseando que el criticón se atragante con una molleja y perezca de la manera más miserable. Porque el guaso este no ha colaborado en lo más mínimo con la dura tarea del asador, y a la hora del mastique se pone en conocedor enciclopédico e insobornable de las artes asadísticas, con la sana intención de romper bien las criadillas. Sólo eso.
También se recuerda sin cariño alguno al “Escabiadorus Chupatuti”, un ejemplar a quien sólo le importa tomarse hasta la presión, y a lo sumo utiliza pedacitos de comida para “hacer base” y resistir más y mejor los efectos deletéreos de las ingentes cantidades de alcohol en formato vínico que suele embuchar, sin omitir el vermucito previo, faltaría más. Luego el asado se le enfría en el plato, sobre todo porque además de escabiar como si no hubiera un mañana empieza a hablar pavadas a cuatro motores, dejando en el C.E.O de la parrilla la sensación de haber trabajado al cuete (el menos en lo que hace al choborra éste) porque él sólo se ocupa de mamarse prolijamente. Por eso, ya en la sobremesa, al momento de “Tirarse pa' tras y alojarse la cincha” (al decir de un gauchesco amigo) el coso está completamente empedado y no es extraño que le arruine la digestión a los demás mostrando lo que él no pudo digerir, mediante una feroz vomitona que no siempre alcanza a dirigir lejos de la mesa. Una lacra.
Y qué decir de una nueva tendencia motorizada mayormente por mujeres y ejemplares de dudosa filiación sexual (juro que es la forma más “políticamente correcta” que se me ocurrió para decirlo…) que andan promocionando un absurdo dadaísta que han dado en llamar “parrillada vegetariana”. ¡Herejía, apostasía, blasfemia!, clamamos los justos. La parrillada es carne y achuras. Punto. Puede aceptarse sólo con mucha buena voluntad algún morrón, una batata o unas provoletas, porque son meros complementos que acompañan a las estrellas, que son y deben ser la carne y las achuras, ni más ni menos. Eso que los impíos llaman parrillada vegetariana no pasa de ser un puchero a la parrilla, con el agravante de no llevar carne de ninguna índole, como sí la lleva el noble puchero originario. Es un pecado irredimible, que bajo ningún punto de vista puede denominarse “Parrillada” o “Asado”, nombres de resonancia celestial que jamás pueden asociarse con un manojo de verduras achicharradas por las implacables brasas sólo aptas para cumplir una sacrosanta misión: asar carne. En cuanto al pollo y al cerdo, no hay problema en ponerlos, pero ojo con el exceso, que desvirtuaría el asunto, remarcan los Asadores Anónimos; un poquito no viene mal. Pero a los que promueven “eso” de profanar con verduritas el templo parrillístico, ni justicia. Se aconseja neutralizarlos con un buen soplamocos, aunque los más radicales plantean sentarlos un rato sobre los carbones ardientes, a ver si así aprenden.
Bueno, éste ha sido un breve pantallazo a la variada fauna que puede juntarse alrededor de una parrilla; no son todos, ni remotamente, pero creo haber retratado algunos ejemplares dignos de análisis. La cuestión es que la ceremonia del asado es tan nuestra que nos muestra (valga la cacofonía) como somos; y eso es lo segundo más importante que tiene, luego, obvio, de la ingesta cárnica que tanto nos place y reafirma nuestra identidad argenta hasta la médula.