Un chef elogia al cliente respetuoso

Martes, 21 de octubre de 2014
La persona más importante en el mundo de la gastronomía es el cliente. Pero no siempre éste tiene la razón. El límite, es cuando falta el respeto con la excusa de verter una opinión sobre un servicio o una comida.



A veces, los que de una u otra manera estamos relacionados con la gastronomía, pensamos que nada pasa fuera de una hipotética burbuja gourmet (término ya de por si bastardeado en exceso), que nos protege de los impertinentes neófitos. Que los sucesos que afectan a toda la sociedad no influyen en la actividad. Y, en realidad, si algo está en boca de todos (perdón por la fácil analogía) es lo relacionado a la comida y la bebida, al pan y al vino. Pero no voy a empezar esta nota hablando de recetas, de egos, tendencias, placeres y estrellas del firmamento. Voy a hablar de respeto. Respeto al otro. Respeto como ejercicio de valores morales y éticos. Respeto que nos lleve a valorar el esfuerzo, las necesidades, y las cualidades del prójimo.

El filósofo Flichte decía que "el hombre solamente es hombre entre los hombres", y el autor latino Plauto, en su comedia Asinaria, escribió: “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quien es el otro”. Era costumbre, entre los señores feudales y caciques de la antigua Galicia, para señalar que alguien era buena persona decir: es un buen siervo. Pero yo voy a hablar del respeto que iguala a los seres humanos. El antropólogo Marvin Harris recuerda y advierte que “la especie humana es única en el reino animal, ya que no hay correspondencia entre su dotación anatómica hereditaria y sus medios de subsistencia y defensa. Somos la especie más peligrosa del mundo no porque tengamos los dientes más grandes, las garras más afiladas, los aguijones más venenosos o la piel más gruesa, sino porque sabemos cómo proveernos de instrumentos y armas mortíferas que cumplen la función de dientes, garras, aguijones y piel, con más eficacia que cualquier simple mecanismo anatómico. Nuestra forma principal de adaptación biológica es la cultura, no la anatomía”.

Me dirán: ¿que tiene que ver lo escrito hasta aquí con una nota sobre gastronomía? Mucho, porque haré foco en la persona más importante en el mundo de la gastronomia: el cliente. Afirmando que el cliente no siempre tiene la razón. Y el límite es cuando falta el respeto con la excusa de verter una opinión sobre un servicio o una comida. Expertos en marketing, con lógico pragmatismo, aseguran que dar la razón al cliente es fácil cuando ceder no tiene costo. Pero que, en realidad, el cliente tiene una opinión o punto de vista subjetivo que puede, o no, coincidir con la del comercio o del profesional que brinda el servicio. Cuando hay controversia, no es obligatorio aceptar sin más la crítica, pero sí escuchar y dar una respuesta satisfactoria, pensando que si el cliente no tiene la razón, hay que tratarlo como si la tuviera. Pero, ¿cómo llegar a un punto de equilibrio entre las “dos” razones en disputa? Con respeto y educación. Si el cliente es intolerante, grita sin escuchar, insulta, pide cosas absurdas, descuentos que harían no rentable la operación, no tiene la razón.

Seth Godin, considerado uno de los teóricos del marketing más importantes del Siglo XXI, dice que “si el cliente no tiene la razón, ya no es tu cliente”. Lo curioso que un 2% suele causar el 98% de los dolores de cabeza, y hace tambalear nuestra inquebrantable vocación de servicio. Lo cierto es que, aparentemente, la frase (The customer is always right) la acuña Harry Gordon Selfridge hace más de un siglo, cuando los señores se sacaban el sombrero al paso de damas y caballeros, decir buen día o buenas noches era corriente, pase usted, muchas gracias, de nada, para servirle, no avergonzaban a nadie. Cuando los alumnos se levantaban al ingresar los maestros al aula, los ancianos eran respetados, escuchados, la mesa familiar un lugar de encuentro, reflexión y aprendizaje.

El cliente tiene una opinión o punto de vista subjetivo que puede, o no, coincidir con la del comercio o del profesional que brinda el servicio. Cuando hay controversia no es obligatorio aceptar sin más la crítica, pero sí escuchar y dar una respuesta satisfactoria.

Eran tiempos en que llegar a chef demandaba años en la profesión, y los aspirantes se esmeraban por aprender el oficio, y siguiendo normativas incorporadas por Escoffier no dudaban en respetar el “chef en cocina” cuando se hacia presente el jefe, único autorizado a usar el gorro más alto. Claro, también eran tiempos en que la familia iba a los estadios deportivos sin miedo, los caballeros emperifollados como para ir a misa, para aclamar a jugadores que no cambiaban de camiseta cada seis meses. Y hasta ladrones y policías, observaban a rajatabla códigos no escritos. Cuando el respeto se ganaba, no por aparecer en la tele, sino por conocimientos y obras comprobadas, por trayectoria, y para cerrar un trato bastaba un apretón de manos. Hoy, para los que trabajamos en la restauración pública, la hostelería y negocios de servicios en general, incluyendo el periodismo, se complica conciliar posiciones con el cliente / oyente / lector, porque no hay respeto, la gente esta irascible y cree tener un poder de crítica devastador apoyándose en las redes sociales, el “ojo que te escracho en Internet” es cada vez más frecuente. El arma mortal, garra, aguijón, veneno, que menciona Harris mas arriba. Un absurdo. A mí me enseñaron que hay que respetar el trabajo ajeno, de modo que pensaría mucho antes de poner en la picota pública, apoyado en una opinión personal, deseo de venganza o capricho, a un cocinero, un restaurante un bar, o cualquier otro tipo de emprendimiento y las fuentes de trabajo que todo ello conlleva. En todo caso los ignoraría, aunque me quede sin fama. Porque parecería que la difamación, el chisme malintencionado, la provocación, la imagen morbosa, son los vehículos necesarios para lograr el ansiado minuto de fama a costa del esfuerzo y talento ajeno. Claro que ya el diccionario Larousse aclara, en una de sus acepciones, que “famosa es una cosa comentada o conocida por muchas personas”.

En esta época, cualquier tilinga con 1.000.000 de seguidores en Twitter, puede considerarse famosa. O sea, fama puede referirse a algo positivo o negativo, a condición de ser conocido por muchas personas. Por ello, a sabiendas que no demanda una trayectoria, ni estudio, ni esfuerzo, muchos jóvenes optan por lograr el objetivo de ser famosos, sin importar los medios a utilizar. El camino más corto, claro, es el del escándalo. O el de las críticas despiadadas para ser considerado miembro calificado de ciertos portales. A diferencia de los famosos estofados de las abuelas, conocidos y disfrutados por el grupo familiar y algunos allegados, recordados por no pocos cocineros que seguimos fieles a los sabores genuinos, hay postres de la pasión que incluyen Sildenafil (presentado en una feria gastronómica de Bogotá), o platos con semen humano en un restaurante de Manhattan ( por ejemplo, pasta al pomodoro con perlas de semen dulcificado), entre otras excentricidades, que son viralizadas en las redes sociales y conocidas por millones de personas que se sorprenden, se asquean o se ríen, difícilmente sean comensales, pero hacen famoso al audaz provocador.

No faltan críticos perseguidores de modas que salgan a elogiar estas tonterías, y clientes que no se atreven a contrariar las tendencias que marca el gurú de turno, por mas ridículas que sean, pero se exaltan si el parrillero se niega, por orgullo profesional, a servir un bife “suela”. Hay una frase, atribuida a Sarmiento, “educar al soberano (al pueblo)”, que mantiene vigencia. La educación es la matriz en la que nacen ciudadanos con conocimiento, responsabilidad, sentido de la equidad, espíritu crítico y valores morales indispensables para la convivencia pacifica. Un individuo no educado, convertido en cliente, con el supuesto poder que da el dinero, puede convertirse en un energúmeno, si no le ponemos límites claros. La misma persona, respetuosa y educada, aunque crítica, podrá mostrarnos un punto de vista que nos permita corregir nuestros defectos, hacernos crecer. Bienvenidos los clientes respetuosos.

Termino con una anécdota personal: hace unos meses describía con cierto orgullo, en una entrevista radial con otro cocinero, mi fórmula para lograr que la cebolla de la tortilla quede tierna pero no quemada, y el colega me suelta: “a mí me gusta quemada”. Me pareció fantástico, era su punto de vista, su gusto personal. No dijo tu tortilla es un asco, planteo que a él le gustaba de otra manera. Es allí donde podemos ver el límite a darle la razón a un cliente. Una persona, después de comer un pulpo al modo de Manuel, dijo muy suelto de cuerpo: estaba muy rico, pero la receta no es así. Le respondí con una sonrisa de oreja a oreja, como debe ser. Otro, después de comer un raxo, que es carne de cerdo macerada en pimentón, sumergida en aceite, con un toque de vinagre para asegurar su conservación, protestó airadamente por que la carne tenía un vestigio de acidez. Sin duda, en ocasiones, la mala información del camarero o la ignorancia del comensal respecto a un plato que va a saborear por primera vez, son motivo de discordia.

Pero siempre, una discusión se puede evitar si la lengua es un poco más lenta que el pensamiento, si dialogamos, escuchamos las razones del otro, ¿no les parece? Distingamos con un aplauso al cliente respetuoso, y cuidemos que no se convierta en especie en extinción por nuestra propia intolerancia, o soberbia. Sin el cliente, oyente, lector, sin el prójimo, no somos nada, nuestro trabajo carece de sentido, y nuestro amor no tendrá destinatario.

 
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