Soltero empedernido, nuestro amigo Magno lanza una cruzada para ayudar a sus amigos de "espíritu". Cómo ser solo y no tenerle miedo a la cocina. Una nota recomendada para todos los estados civiles y reírse un rato.
He descubierto, amigos y amigas, que la soltería es un estado del espíritu mucho más que un estado civil. Esto último queda para los fríos papeles y las burocracias de formularios estatales que no me importan ni un poquito así. Lo nuestro, lo de los solteros de vocación, es más profundo y amplio. Casi metafísico les diría. Pero no nos metamos en honduras, que este es un website dedicado a la gastronomía copada y las bebidas nobles. Sólo espero que haya quedado clara mi postura respecto a lo que vamos a conversar ahora mismo.
Dicho esto, me permito referir parte de mi propia experiencia, que no es menor. Soltero profesional yo, aprendí a hacer y deshacer en la cocina a gusto y voluntad, sólo atento a mis preferencias y sin la obligación de estar pendiente de lo que les gustara a “otros y/u otras”, esos que suelen conformar familias, parejas o incordios similares. Claro que nunca faltaron los invitados/as a compartir mi humilde mesa, ciertamente. Y aquí llega la primera digresión destinada a derribar ciertos molestos mitos respecto a como nos la arreglamos los dichosos solterísimos a la hora de comer.
Veamos
El tan mentado “Delivery” no siempre es una opción. Suele quedar para determinadas ocasiones; por ejemplo, cuando uno llega molido de la calle y sólo si ésta ha sido particularmente impiadosa ese día. De lo contrario, ponerse a cocinar es muy terapéutico. En caso que la propia osamenta no te deje preparar algo distinto a un triste bife con lastimoso huevo frito (lo cual también tiene su maña, no vayan a creer) recién ahí el soltero de ley pela teléfono y pide comida hecha. O bien cuando has invitado a comer a alguien especial y tenés en la agenda un lugar donde hacen determinado plato exactamente como le gusta a ambos, lo cual es poco usual. Siempre algo sobra o falta, pero en otras circunstancias te la bancas y metés mandíbulas batientes para tragar cual avestruz y aterrizar luego sobre la cama, perfectamente hecho pelota.
Otra
Casi nunca la heladera del soltero macho argentino y consciente es un penoso depósito de porquerías absurdas y linderas al estado de descomposición. Yo y muchos otros como yo hemos sabido guardar en tan indispensable recinto refrigerado una serie de delicias que a gran parte de las “Amas de casa” (esas degradaciones de las mujeres que uno supo amar) ni se les ocurren. Ni en mis peores épocas faltó un pedazo de panceta ahumada, una linda palta en su punto justo, un cacho de queso azul, una lechuga arrepollada o un pomo con salsa barbacoa. Sólo con la mitad de eso, cualquiera puede echarle un toque sublime a la costeleta más insípida. No es una cuestión de plata, conste. Se trata apenas de ponerle onda.
Más
La alternancia entre lo demasiado y la abstinencia. Me explico: Se trata de mantener un delicado equilibrio, lindante con el instinto de supervivencia pero sin esa carga compulsiva e inconsciente. O sea: Si una noche/día te clavas media botella de escoses a temperatura ambiente por el motivo que sea, al día siguiente tené la delicadeza de no escabiar más nada, porque sino vas a durar poco sobre la faz de la tierra, dándole pábulo a los integristas de la “Familia” (sea esto lo que sea) como forma de vida excluyente so pena de muertes miserables. Y aunque tengas mucho más chupi en el armario, el buen soltero puede pasar uno o dos días cual asceta para recuperarse de excesos deliciosos sin que se le arrugue nada. En caso contrario, consultar al psicoanalista más cercano a su domicilio.
Y como si esto fuera poco
La soltería implica una generosidad que algunos otros y otras (no quiero ponerles etiquetas) jamás conocerán. Por ejemplo, la de compartir un cacho de tostada untada en miel con los simpáticos pajaritos que se posan en tu balcón, o un pedazo de carnaza con gatitos vagabundos que se acercan a tu puerta, o el último hueso de osobuco que te permitió tu paupérrima billetera con los perros amigos del barrio. Y ni hablar de algunos jueguitos gastronómicos onda “Nueve semanas y media” que podés armar con otro tipo de felinas y perras sin que nadie pueda ni deba pedirte explicaciones o mandarte a no hacer tanto ruido porque si no despertás a vaya a saber qué críos insoportables. ¡Al demonio con todas las mezquindades! El alma grande del soltero auténtico no admite pequeñeces, y la hora de comer es uno de sus momentos predilectos para demostrarlo.
Por último pero no menos importante
Comprobado es que la soltería aguza la creatividad tanto como el emparejamiento carcelario tiende a destruirla en todos los aspectos, y la cocina no es la excepción ni mucho menos. Al contrario, es uno de los campos más fértiles para su desarrollo, siempre en el marco soberano del ámbito solteril. Cualquier soltero (y por qué no soltera) que se precie podrá darle a quien pinte unas primorosas clases de cocina “creativa” que reíte de ese del restó El Bulí y de tanto chamuyero como anda por ahí. ¡Otra que cocina orto-molecular o como se llame! Sí, porque ese catalán versero habrá hecho Daiquiris masticables o paellas en aerosol, pero no tiene ni para empezar frente a mí (por mencionar algo) “crema de papas fritas”, o al compactado de pollo con ciruelas y guarnición de “escabeche misterio” (es que no se sabía de qué era) que me salió una vez; y sólo una. Pero me salió, que conste. Y sin tanta alharaca ni aparecer en revistas conchetísimas o cobrar fortunas por dar conferencias alrededor del mundo. (Soy un gil...)
Podría seguir argumentando mucho más respecto a la tan saludable y enriquecedora relación entre comida y soltería, pero no quiero abusar de este espacio ni provocar demasiada envidia. Sólo pretendo que quede claro que para cualquier/a soltero/a bien llevado/a la cocina es un placer, aún cuando luego tardemos mucho menos en comer lo que hicimos que en prepararlo. Y aunque la única compañía a la hora de la ingesta sea el televisor. Eso es un detalle menor. También puede ser un gran momento de introspección, con grata musiquita y minga de tele. O una ceremonia en la que, munidos de elementos que un/a cónyugue jamas permitiría que adquiriéramos sin lanzarnos duras invectivas, nos dedicamos a la experimentación pura y a ver qué sale. Nunca puede ser tan malo el resultado si entendemos que cocinar es (antes que nada) una cuestión de sentido común. Y de tranquilo aprendizaje. Y de paciencia, observación y por qué no precaución: no debe faltar un buen pomo de Pancután y un extinguidor (o al menos un balde con arena) en las cercanías. Por si las moscas, ¿vio?
Gracias por vuestra amable atención, y será hasta la próxima.