Pasión por la cocina

Viernes, 26 de junio de 2015
El chef de Mishiguene recuerda sus primeros pasos en la cocina, con solo 17 años y un lugar desconocido como Jerusalem. Y nos cuenta que sin pasión no se puede ser cocinero de verdad.

Llegué a Jerusalem (solo en español se escribe con N al final, en el resto de los idiomas termina con M…nunca lo entenderé), dos semanas previas a ese día y apenas me acomodé en la ciudad, compré el diario Ha’Haretz para buscar trabajo. Luego de investigar los clasificados, fui a la sección gastronomía y encontré el célebre ranking del periodista Daniel Rogov, con los 10 mejores restaurantes de Israel. Allí, en el primer lugar, todavía se encumbraba Ocean by Eyal Shani. Sin dudas y con prisa tomé mi decisión.

Desde la calle y a través de una ventana que daba a la cocina, se veía perfecto. Todo. Cocineros ocupados en sus menesteres de último momento. Las verduras frescas y brillantes sobre el borde de la ventana, hacían que esa vista sea inclusive mágica. Era primavera y durante las primeras horas de la mañana, la temperatura en Jerusalem es casi perfecta (a partir del medio día se torna insoportable), pero durante la mañana hay una brisa con el perfume a bosque mojado, que se entremezcla con el calor duro del desierto que todavía lo detecto en mi paleta olfativa.

Ese era el perfume en la calle esa mañana….esa imagen de la ventana de Eyal Shani, creo que jamás la olvidaré. Miraba desde afuera como todo sucedía puertas adentro. Recuerdo quedar inmóvil sentado del otro lado de la calle, sobre un escalón mirando cómo todo sucedía allí dentro (debo reconocer que con los días, fui acercándome hasta llegar al borde de la ventana). Los cocineros lucían sus chaquetas brillantes, limpias, se movían con movimientos justos y medidos. Lo recuerdo como una escena de una película a esta altura un poco idealizada (es verdad que con el paso del tiempo, uno intenta quedarse solo con los buenos recuerdos).

Pero hasta puedo jurar que en ese día, se podía escuchar música de fondo, una pieza del gran Miles sonando al compás de los movimientos impolutos de esos cocineros. Los astros definitivamente se habían alineado. Fue amor, contundente a primera vista.
La cocina de Eyal era muy pequeña. El espacio estaba milimétricamente diagramado para cuatro personas, no cabía ni una más. Plaza de parrilla al carbón (mangal), con los fuegos (6 hornallas a garrafa), justo al lado, luego la plaza del horno de barro. En el medio de la cocina, una mesada de acero inoxidable y debajo, un calefactor húmedo para vajilla. Colgando del techo y justo sobre esa mesada, todos los sartenes y ollas colgando (cobre, acero y hierro). Del otro lado la mesada de fríos y postres, y pegado entre ésta y la plaza de la parrilla, la puerta de entrada a la cocina que, al cerrarla, se desplegaba una tapa de acero con caballete que hacía de pass de servicio. Al fondo, una falsa pared de acero inoxidable ocultaba de mi vista la bacha (con el tiempo ya llegaría a reflexionar sobre cuestiones metafísicas en ese pequeño espacio).
Desde afuera, yo sólo observaba acción (y de la buena); de los cajones corredizos de la heladera de entradas salían langostas vivas que iban derecho a una marmita sobre el fuego, donde un caldo burbujeante las esperaba. La música y Miles explotaban en mi cabeza. Cronómetro pegado sobre la campana y nueve minutos de cocción exacta, para sacar la langosta en su punto justo. Y Miles seguía sonando de fondo.

Al lado del horno de barro, un señor de unos 50 y pico de años y con bigotes, sacaba de un tacho oculto debajo de su mesada un bollo de masa leudada, viva. Ese bollo imposible de tratar y de los que solamente alguien con la experiencia suficiente sabe manejar. La masa pasaba entre sus manos con una elasticidad perfecta, casi líquida, segundos después entraba al horno; panes con forma desprolija y de la densidad de la masa de una pizza italiana, rociada con aceite de oliva extravirgen del Golan, romero fresco de las afueras de Jerusalem y sal marina.
Como decía, sentado desde la vereda de enfrente y con 17 años, un espectador, no entendía cómo la gente caminaba alrededor, paseándose sin dar cuenta a esas escenas. El salón se podía apreciar también a través de la puerta de entrada al restaurante como también a través de un ventanal que daba a la sala. Todo a la calle. Pequeño y mágico, todo blanco, etéreo, minimalista. Sin decoración ni estridencias. Manteles blancos, todo era blanco.
El restaurante se encontraba situado dentro de una pequeña casa antigua, que tenía un reloj sobre su puerta (luego pude saber que antiguamente había funcionado justamente como la casa del reloj, donde estaba el reloj del bario y allí vivía el relojero).

Considero que el “viaje” necesario para convertirse en cocinero, debe ser largo e intenso. A la hora de armar el itinerario, no se debe tomar a la ligera el “trazado” de este recorrido como tampoco su duración.

Los camareros con sus camisas entalladas y corbatas negras, y ataviados con sus delantales a las rodillas iban de un lado al otro sin prisa. Todo era mágico y elegante. Un señor en la puerta hacia de maitre D’, vestido con traje negro inmaculado (todo el escenario era una extravagancia, entendiendo que esto se trataba de Israel, donde la moda y las apariencias poco y nada importan, o en realidad nada). Todo mágico, todo brilla. Yo miraba desde afuera y a lo largo de esa semana, fui enamorándome de esas escenas, imaginándome ahí, cada día estaba mas seguro de que yo quería ser parte de eso, ser uno de los que se movían con precisión, impoluto, brillante, casi un artista.
Considero que el “viaje” necesario para convertirse en cocinero, debe ser largo e intenso. A la hora de armar el itinerario, no se debe tomar a la ligera el “trazado” de este recorrido como tampoco su duración. Es una de las decisiones más importantes, entender cuál es el modelo que queremos “construir” como cocineros. ¿Qué tipo de cocinero quiero ser? Me pregunto si en algún punto llegué a cuestionármelo, hoy entiendo que es crucial. Como resultado se debería elegir tal o cual lugar para trabajar, para realizar una pasantía, para visitar o para simplemente enriquecernos.
Hace no mucho tiempo una clienta me comento que su hijo tenía dotes extraordinarios para la cocina y que estaba ansiosa de que comenzara con sus estudios. Pero no tenía muy en claro dónde anotarlo, hasta que me consultó: ¿Tomás, que escuela me recomendarías? Debo reconocer que es uno de los temas que tocan mis fibras más íntimas). Intenté ser lo más políticamente correcto. Intenté: “Mirá, si tu hijo tiene dotes para cocinar un omelette rico en tu casa, déjalo que estudie arquitectura y siga haciendo el omelette en tu casa para sus amigos, o eventualmente para la mina que se quiera levantar. Pero si quiere ser cocinero de verdad, te recomiendo que no gastes un centavo en ninguna escuela hasta que pase por lo menos dos años en una cocina de verdad y compruebe que esto le gusta en serio. Inclusive te recomiendo que comience de lavacopas (la cara de la señora se tornó más seria, al tiempo que su marido que estaba sentado a su lado se cruzaba de brazos). Recién ahí, si quiere, que se anote en cualquier escuela de las serias. Luego que trabaje para juntar dinero y que se vaya a hacer unas buenas pasantías a lugares de reputación, que viaje, que vea y que pruebe, porque el recorrido debe ser largo”.
Volviendo a mi primera experiencia, volviendo a aquella ventana, a las berenjenas, los tomates y los pimientos acomodados “casi de manera desprolija”. El perfume a masamadre, el café árabe con semillas de cardamomo por la mañana. Llegué a cuestionarme todo muchas veces. Todo era tan distinto. Desde afuera era mágico.
Muy pronto experimente el trato duro, el silencio, las respuestas monosílabas, los insultos, las apuradas, la exigencias, las amenazas, el miedo, que había arruinado los coliflores recién horneados, las langostas que habían pasado demasiado tiempo fuera de la heladera comenzaban a tener movimientos mas lentos, las pilas interminables de vajilla acumuladas en un piletón que parecía no tener fondo, el olor del detergente, el desengrasante que ardía en los ojos y raspaba la garganta, el olor de la basura en descomposición, bajo el calor duro del verano en el contenedor del patio de atrás.
Recluido en el único lugar que desde el otro lado de la calle no se veía, aprendí a limpiar. Pero limpiar significa limpiar, se llega a entender que nunca puede estar lo suficientemente limpio hasta que está limpio. El trabajo duro, la rigurosidad y las exigencias de una cocina de ese nivel, hace que un pendejo de 18 años se cuestione si realmente vale la pena. Me lo preguntaba todos los días: “yo quiero ser cocinero, qué estoy haciendo acá?
En un principio, verlo a Eyal ir y venir de la cocina era una cuestión mágica….es que tenerlo tan cerca, ver cómo tomaba el cuchillo, cómo cortaba una cebolla en brunoise, cómo “acomodaba los seis diferentes ravioli” en la hermosa porcelana blanca, explicando que tenían casi que “bailar en el plato, ves?..así”, o cómo se acomodaba el pelo mientras pensaba si el sabor del fondo de cocción para las langostas estaba en su punto de sal exacto. Y se daba vuelta y le preguntaba a Genadi (el sous chef) si habían utilizado agua mineral. Para mí era un rock star, como estar a un metro de Bono o de Paul McCartney. Un delirio total, pero al poco tiempo de entrar a esa cocina y más rápido de lo que pude imaginar, comencé a mirarlo con recelo, diría que hasta por momentos a odiarlo, me comenzó a molestar todo. Odio.
Pasó un tiempo hasta que pude acostumbrarme a todo eso. Debo reconocer que me costó un poco. Pasó el tiempo y me volví bueno, inclusive diría que respetable, fue una cuestión de supervivencia pura. Entendí las claves, los movimientos, los tiempos y la estrategia. Comprendí que era parte del camino y que estaba dispuesto a transitarlo.

De a poco, comencé a mirar lo que sucedía a mi alrededor de otra manera, pude notar destellos de lo que desde afuera y tiempo atrás, me había llamado tanto la atención más allá de las inclemencias diarias. Cada vez que comenzaba el servicio de cena, todo se volvía mágico nuevamente. Fue una de las mejores etapas de mi vida. Comencé a disfrutar el rigor y a sentirme cómodo con todo. Hoy lo recuerdo así, todo vértigo, todos sueños, todo futuro.
Por las noches y luego de largas jornadas de trabajo, me siento en el balcón a pensar y escribir estas líneas. Hablamos todo el tiempo sobre las nuevas camadas de cocineros y de lo difícil que es encontrar gente seria para nuestras cocinas, dispuestos a tomarse esta profesión con pasión, con responsabilidad, con ganas de aprender y esforzarse para ser mejores profesionales cada día. ¿Tan distinto es todo? Veo muchos cocineros que llegan a entrevistas laborales, sin la menor idea de con quién están hablando (no porque considere que soy alguien de relevancia, sino porque no están eligiendo donde postularse). Vienen porque es un recurso laboral. Punto. No investigan, no eligen. Van tranquilamente, podrían estar sentados frente a mí como podrían estar sentados en el bodegón de la esquina aspirando a un puesto de sanguchero. No veo pasión, esa pasión que hace que el pecho te explote. Hoy no hay.
Lo digo siempre y cada día estoy mas seguro de esto. Si te molestan el trabajo duro, la rigurosidad, la exigencia de tratar de hacer las cosas mejor cada día, el compromiso que requiere ser serio, te falta pasión. No me cabe la menor duda. Sin pasión es imposible que te dediques a esto. Me pregunto para qué lo hacen. ¿Moda? ¿Salida laboral? ¿Qué lleva a una persona sin pasión alguna, a meterse en una profesión como ésta, para luego despotricar sobre las condiciones de trabajo?
Un cocinero entra a su turno a las 8 de la mañana. Su trabajo consiste en hacer el pan del restaurante, para todos los servicios del día. A lo largo de todo su turno de nueve horas, luego de seis horas de amasado, fermento, leudado, horneado, el pan se quema, queda negro, duro como cartón. ¿En serio, no te calienta haber tirado por la borda seis horas de vida? No. Increíble, pero no. El muy ingenuo y con una sonrisa pide disculpas: “chef, lo hago de nuevo”, sin darse cuenta de lo terrible del caso. ¿Disculpas a mí? De ninguna manera, pedite perdón a vos mismo, sentite humillado, sentite apenado por no haber puesto la concentración y dedicación necesaria, para hacer tus tareas con la pasión que requiere esta profesión. Hay que ser apasionado. Soy un convencido de que una de las claves para revertir este escenario, es transmitir nuestras ideas mediante el ejemplo. Que nuestros cocineros nos vean trabajando, cocinando, probando, haciendo mise en place, limpiando, corriendo, soñando, cuestionando y preocupados por lo que sucede en nuestras cocinas. Liderar con el ejemplo, in situ. Sé que no es la solución a todo, pero creo que es una pata muy importante que ayudará a equilibrar la balanza, contagiando a los que nos rodean con nuestra pasión, para que cada vez seamos más los que nos tomamos esto con el corazón, y que cada vez seamos más los que no nos da lo mismo todo.
Más de Gastronomía
Grandes Encuentros en Palladio Hotel Buenos Aires MGallery
Gastronomía

Grandes Encuentros en Palladio Hotel Buenos Aires MGallery

El miércoles 24 de abril, a las 20:30, el chef ejecutivo del hotel recibirá la visita de Darío Gualtieri en la cocina de Negresco Bistró. Ambos ofrecerán un menú degustación de cinco pasos, junto a la Bodega Altos Las Hormigas.
Para irse de tapas como en Barna
Gastronomía

Para irse de tapas como en Barna


Se sabe que "Barna" es una abreviatura de Barcelona, la ciudad que conjuga el mar con la gastronomía y el fútbol (legado de Messi aunque ya no esté). El restaurante abrió sus puertas en diciembre de 2023 para rendir homenaje a la Ciudad Condal, desde la cocina y el arte que se desprende de sus paredes.
Bombones de Malbec
Gastronomía

Bombones de Malbec

El chocolatier Rodrigo Bauni seleccionó a la cepa emblema de la Argentina, para crear un bombón 100% artesanal relleno con ganache de chocolate y Malbec.