¿Risotto sin arroz?

Las cosas por su nombre (2)

Miércoles, 3 de abril de 2019

Hace pocos meses, Fondo de Olla © se refirió al tema de las falacias que se llevan a cabo en la gastronomía, utilizando denominaciones que no se corresponden con la realidad (http://www.fondodeolla.com/nota/15355-las-cosas-por-su-nombre/). Ahora, Manuel Corral Vide vuelve sobre el tema a raíz de una receta en "Cocineros Argentinos".

Muchas veces olvidamos la importancia de los nombres. Desde tiempos remotos el nombre de cada persona se elegía con la idea de transmitir ciertas características o poderes implícitos en el mismo.

En algunas culturas permitía conocer la ascendencia, el lugar de nacimiento o el oficio de su padre. Era sencillo, por el nombre, enterarse de cuál era la patria de quien lo portaba.

Esa costumbre se ha ido perdiendo, y la mayoría no conoce el significado del nombre que pone a sus hijos, guiados en muchos casos por modas o pasiones por cantantes, políticos, líderes religiosos, o jugadores de algún deporte. Hace poco leí que alguien logró inscribir a su hijo, no recuerdo el país, como "ionatan". La tan alabada globalización lo logró: las identidades se diluyen desde el mismo nombre de las personas, hasta sus dietas alimentarias. Porque la masificación también llegó al tema que nos interesa: la cocina y la gastronomía.

Hace unos días, tomé una captura de pantalla del programa "Cocineros Argentinos" donde se leía: "Hacemos un risotto diferente, hoy con cebada". Y subí la foto a mi Facebook personal, con una simple frase: "No dejan de sorprenderme". Ardió Troya.

Llegaron comentarios de todo tipo, y hasta se generaron peleas implícitas entre colegas, echando en cara cuestiones personales que no venían al caso. Intenté aclarar lo que ya de por sí lo es: rissotto viene de riso (arroz) en italiano, y no hay risotto sin arroz. Ni asado de tira sin carne vacuna del costillar (lo digo por si alguien quiere ponerle ese nombre a berenjenas en tiras asadas).

Alguien intentó la defensa alegando que el graph decía "risotto diferente", y a partir de ahí hasta se podía decir "risotto de dulce de leche". Enorme error, el primer catalán que, olvidando el arroz, tuvo que salir del paso añadiendo fideos en la paella (recipiente), no la llamó "paella diferente", sino "fideuá", exquisito y original plato.

Pero, claro, se supone que llamar carpaccio a unas rodajas finas de melón, o hamburguesa a un medallón de berenjenas, es el colmo de la creatividad. No importa si "carpaccio" se refiere a finas lonchas de lomo crudo, y no a cualquier producto cortado de la misma forma. O que hamburguesa es indudablemente carne roja picada, condimentada y presentada en forma plana y circular para asar.

Me dirán que muchos, inclusive profesionales del sector, usan el término para cualquier producto, aun vegetal, que se asemeje en la forma. Pero yo pregunto: ¿qué ley me obliga a seguir al rebaño?

A los platos hay de llamarlos por su nombre, porque en él va implícito un origen, una historia, una identidad. Hay platos que llevan el nombre del recipiente (puchero, paella), del producto empleado (alioli), de la región originaria (pulpo a la gallega, paella valenciana), del cocinero (salsa Alfredo), del noble o clérigo de turno (Bechamel), recuerdan una batalla (pollo a la Marengo), a una cantante (copa Melba), o una historia (tocino del cielo).

El italianísimo risotto refiere a una manera de elaborar el arroz (de allí su nombre). Lo que denominamos identidad gastronómica, se refiere a rasgos distintivos de cada región o país. Muchas veces, lo peculiar, desde el punto de vista nacional, va implícito en el nombre del plato, como por ejemplo, en el caso de nuestro bife de chorizo, o el matambre. Sin embargo, en una nota anterior (www.fondodeolla.com/nota/15491-eramos-pocos-y-aparecieron-los-cortes-de-autor/), ya mencioné la tendencia a rebautizar cortes que llegan a las parrillas porteñas con nombres extraños.

Tarte tatin.

Mucho sorprendería a las hermanas Tatin que aquella tarta de manzana que cocinaron más de la cuenta, y no solo salvaron en su momento dándola vuelta, sino que la convirtieron en plato estrella de su Hotel Tatin, sigue que con ese nombre, o llamándola tarta invertida, admitiendo mil variantes, gozando de fama en pleno Siglo XXI.

Sin duda la identidad gastronómica, concepto desarrollado por la Unesco considerando a la gastronomía como "patrimonio cultural intangible", es imprescindible para diferenciar un pueblo de otro.

La idea es que las recetas se trasladan de manera oral de generación en generación, y se siguen elaborando y consumiendo en la actualidad. Está claro que cada pueblo tiene sus costumbres para alimentarse, y algunas van cambiando con el tiempo.

Pero plantear, muy alegremente, que cambiar los nombres de los platos suma creatividad e innovación que demuestra valentía y ganas de renovar la cocina, es un tanto infantil.

Uno de los comentarios que recibí fue que si ningún cocinero se hubiera arriesgado, todavía la cocina seguiría dentro de las casas. Es evidente que no se lee, no se tiene conocimiento de la historia, ni se razona demasiado.

La cocina nació alrededor del hogar y seguirá viva, precisamente, si se sigue cocinando en las casas, transmitiéndose de generación en generación las recetas tradicionales, consumiéndolas. Los restaurantes abren y cierran, y responden, salvo raras excepciones, a una dinámica más comercial que cultural.

La mayoría de los platos que se mantienen durante siglos nacen de la necesidad o de alguna acción fortuita. El pueblo llano siempre ha tenido más ingenio que el mejor cocinero que, a lo sumo, recrea lo ya ensayado una y mil veces por manos anónimas. Ninguno de los grandes cocineros de la historia consideró inventar nombres a sus platos como algo necesario, entre otras cosas porque sus patrones se encargaban de inscribir sus apellidos o títulos de nobleza en cuanta salsa o plato consideraban dignos de portarlos.

Cuentan que en 1627 se celebró la boda entre Luis XII y María Ana de Austria, hija de Felipe III de España. Como era costumbre, la nueva reina llevó consigo una brigada de cocineros españoles que sorprendieron a los colegas galos con sus salsas. El cardenal Richelieu, también amante de la buena mesa, advirtió que habían cambiado para bien la mayoría de los platos, especialmente los de carne, que presentaban un sabor y color nuevo.

El secreto estaba en una de las salsas que habían traído los cocineros de la reina. El maestro cocinero de la Corte, preguntó cuál era el nombre para comunicarlo al Rey y el cardenal, y le dijeron que nadie se había tomado la molestia de ponerle un nombre.

Pragmático, regresó ante sus superiores y declaró muy suelto de cuerpo: se llama salsa española. Y así se la conoce hasta la fecha. Creo que la historia es buena moraleja para redondear esta crónica. Amigos, colegas: cocinemos, sin perder tiempo en banalidades y respetando todo lo que fortalezca nuestra identidad.

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