El suicidio del chef

Elegía por Anthony Bourdain

Viernes, 8 de junio de 2018

Hoy al poco de despertar leí en Facebook la noticia sobre el suicidio de Anthony Bourdain. Como a la mayoría de sus seguidores la noticia me conmovió profundamente. Como le ocurrió a cientos, no me enamoré de la gastronomía por Bourdain pero sin dudas Confesiones de un Chef fue el libro que dio el puntapie inicial para reconstruir la idea que un outsider como yo tenía de la cocina.

Hoy al poco de despertar leí en Facebook la noticia sobre el suicidio de Anthony Bourdain. Como a la mayoría de sus seguidores la noticia me conmovió profundamente. Como le ocurrió a cientos, no me enamoré de la gastronomía por Bourdain pero sin dudas Confesiones de un Chef fue el libro que dio el puntapie inicial para reconstruir la idea que un outsider como yo tenía de la cocina. Bourdain desde sus libros y sus programas de TV, sobre todo Sin Reservas (él mismo se había visto decepcionado por el giro que tomaron los programas de cocina consecuencia de su éxito) logró que tiraramos por el WC todo el falso romanticismo construido alrededor de la imagen de glamour que transmitían los chefs más exitosos: comidas pantagruélicas, los mejores alcoholes, y como diría el gran Tom Waits: caballos lentos y mujeres rápidas.

Bourdian fue un ideólogo. Nos habló del problema de la droga en la cocina sin la necesidad de denunciar a nadie y poniéndose él mismo como ejemplo. Fue un defensor de los derechos de los inmigrantes abriendole los ojos a su propia sociedad, la de EE.UU. y diciéndole en la cara lo que todos sabíamos: que si expulsaban a los inmigrantes el país se quedaría sin restaurants, vería sus casas derrumbarse sin saber que hacer y nadie se ocuparía de los servicios más esenciales.

Para los cocineros fue un paladín. Cambió la vida de muchos ellos a través de los programas de televisión. No temió denunciar a aquellos que según su opinión carecían de talento y disfrutaban de una fama injusta. Pero también habló de la situación miserable de la mayoría de las cocinas reclamando mejoras en las condiciones de trabajo.

Siempre se consideró, y declaró públicamente en este sentido, un cocinero del montón y sin envidias ni egos puso en TV a los que hoy son los principales referentes de la cocina mundial, desde su íntimo amigo Eric Ripert pasando por Acurio, Redzepi, Chang, Batali, Boulud, Adriá y podría seguir con la lista hasta nombrar doscientos cocineros de primer nivel.

Hay capítulos de sus programas que son verdaderamente antológicos como el que grabó desde las cocinas de un hotel en Beirut al mismo tiempo que Israel invadía el Líbano. Nos enseñó los mejores lugares para comer, desde tres estrellas Michelin en Paris hasta puestos en la calle en Saigon. ¿Qué amante de la gastronomía no revisó sus episodios y sus libros para anotar lugares y referencias antes de viajar? ¿Quien no lo ha tomado como ejemplo de cientos de cosas?

Jamás hubo nadie que representara mejor la gastronomía desde el hambre: atacó a los vegetarianos y veganos extremistas (literalmente diciendoles que eran una rama de Hezbollah) en lo que en muchos casos realmente son: snobs que tienen la posibilidad de elegir su dieta y desde un pilar inexistente, acusan al mundo por inhumano mientras la mayor parte de la población come salteado.

No tuvo miedo en volverse contra ninguna corporación: ni contra la televisiva, ni contra los chefs estrellas que vendían basura, ni contra los terroristas de PETA que arruinaban restaurants.

Como me dijo Dante Liporace: Bourdain fue nada más ni nada menos la mayor revolución de la cocina ocurrida desde afuera de la cocina.

Lo amamos porque era un amigo que escuchaba los Ramones, a Iggy y a Lou Reed.

Lo amamos porque nos dijo su verdad sin medir las consecuencias.

Lo amamos porque no quería un mundo "lindo". Quería un mundo "real", sin disfraces.

Y a través de ese amor también amamos a aquel pescador desconocido que le dio una ostra a un niño, le cambió la vida y a través de ese acto, nos cambió la vida a todos (*).

Buen viaje Anthony Bourdain. Nunca te olvidaremos.


De Confesiones de un Chef (*)

"De modo que cuando nuestro vecino Monsieur Saint-Jour, pescador de ostras, invitó a mi familia a salir en su penas (así llamaban a las barcas que pescaban ostras), no pude ocultar mi entusiasmo.
A las seis de la mañana nos embarcamos en la pequeña barca de madera con nuestras cestas de picnic y el calzado apropiado. Monsieur Saint-Jour era un viejo cabrón cascarrabias, vestido como mi tío con un gastado mono de mezclilla, alpargatas y boina. Tenía la piel curtida y bronceada, a fuerza de estar azotada por el viento y al sol, mejillas hundidas y las pequeñas venas quebradas en los pómulos y la nariz, que todos allí parecían tener de tanto beber burdeos. Monsieur Saint-Jour no explicó de antemano a sus invitados en qué consistían esas excursiones diarias. Enfilamos hacia la boya que señalaba su zona submarina, un sector señalado por estacas al fondo de la bahía, y nos quedamos ahí sentados, quietos... quietos... quietos, bajo el sol de justicia de agosto, a la espera de que bajara la marea. La idea era pasar el bote flotando por encima de la estacada y dejarlo allí para que se fuera hundiendo al bajar el nivel del agua, hasta que descansara sobre el fondo del bassin. En ese momento, Monsieur Saint-Jour -y supuestamente sus invitados- se dedicarían a rastrillar las ostras, a recoger unos cuantos buenos ejemplares para venderlos en el puerto y a quitarles los parásitos que pudieran estropear la cosecha. Recuerdo que todavía quedaba más de medio metro de agua, cuando ya nos habíamos despachado el brie y las baguettes, y bebido la botella de Evian. Pero yo seguía hambriento y lo dije con toda franqueza.
En cuanto me oyó, como si quisiera poner a prueba a los americanos, Monsieur Saint-Jour preguntó con su rudo acento girondino si alguno de nosotros quería comer ostras.
Mis padres titubearon. Dudo que estuvieran dispuestos a comer de verdad una de esas pequeñas viscosidades sobre las cuales flotábamos. Mi hermano retrocedió horrorizado.
Pero yo, arrogante como nunca antes en mi corta vida, me levanté en el acto con sonrisa desafiante y me ofrecí para ser el primero en probarlas.
Y, en ese inolvidable momento estelar de mi historia personal, en ese momento todavía más vívido en mi memoria que tantos otros momentos iniciáticos -el primer coño atisbado, el primer porro, el primer día de instituto, el primer libro publicado o cualquier otro primer- disfruté de mi día de gloria. Monsieur Saint-Jour me hizo señas de que me acercara a la borda, se inclinó por encima hasta que la cabeza le hubo casi desaparecido bajo el agua y emergió sujetando en su recio puño cerrado -que más parecía zarpa- una única ostra cubierta de limo, enorme, de forma irregular. Abrió aquella cosa con un cuchillo herrumbrado de punta curva y me la alargó, mientras todos me miraban. Mi hermano menor se encogió y se apartó del bicho reluciente -con vagas reminiscencias sexuales-, que todavía chorreaba y estaba medio vivo.
La cogí con la mano, apoyé la concha en la boca como me había enseñado el entonces ya sonriente Monsieur Saint-Jour y me la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar... a salmuera... a carne... y, de alguna manera, a futuro.
Ya todo fue diferente. Todo". 

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