Lo que no se lee en las cartas de vinosMartes, 19 de diciembre de 2017¿Alguna vez hicieron la prueba de leer entrelíneas la carta de vinos de un restaurante? Generalmente nadie lo hace. Pero analizar lo que hay y lo que falta, nos llevará inexorablemente a sacar conclusiones interesantes.
Hace pocos días, observábamos con detenimiento la carta de vinos de un restaurante recién inaugurado. De inmediato, se nos ocurrió que esa lista había sido armada por un (a) sommelier joven. A poco que se observe que en ella hay abundancia de vinos de las nuevas generaciones de enólogos rockeros, con nombres estrambóticos y estilos ídem, no hay forma de errarle al vizcachazo.
Una carta de vinos de tal naturaleza no se corresponde con un sommelier de edad media, más clásico, serio y dispuesto a darles a los comensales los vinos que a éstos les gustan, aun cuando no sean los que elegiría para sí mismo. Y no es que se trate solo de una cuestión de edad, podemos poner como ejemplos a tres profesionales que se diferencian en cuanto sus años vividos pero tienen algo en común, el respeto por el cliente: Celestino Rodríguez (Cabaña Las Lilas), Pablo Colina (Vico) y José Iuliano (Chila).
No imaginamos a ninguno de ellos armando una carta tan superficial y vacua, enfocada más a un público que se deja llevar por la frivolidad de quien la construye.
El mundo del vino, sabemos de sobra, se ha saturado de sofisticación, lo que solo provoca una cosa: confundir al cliente. Por otro lado, lo que a los genios del marketing les resulta eventualmente "vendedor", a nosotros nos parece ridículo. Nos referimos a nombres como "Perro Callejero", "The Apple doesn't fall far from the tree", "Jí jí jí" o "Plop! (Arbolitos rosados y forma de pasar nubes)." Y encima si los exportan, hace quedar como poco seria a la industria vitivinícola argentina.
Por ejemplo, a los sommeliers más jóvenes les encanta el Montesco Agua de Piedra, un Sauvignon Blanc con su acidez exacerbada más allá de los límites de lo razonable para el paladar argentino. Y te lo quieren enchufar a toda costa. Por la misma plata o parecida, nos tomamos un Saint Felicien, un Casa Boher o el Kauken de Rogelio Rabino.
Pero vas a una vinoteca X y el vendedor, que no sabe que algo conocés del tema, te quiere sacar agua de tu bolsillo como fuere.
Y ni hablar de que algunos enólogos new age aceptan hacerles "su vino" a algunos sommeliers que luego, nobleza obliga, incorporan sus etiquetas en restaurantes donde ellos arman la carta. Negocio compartido, menos para el cliente. De manera que no es difícil entender cómo viene la mano. Hay favores que se pagan.
Pero esto no es todo. Si uno observa que la carta es muy limitada y solo se remite a las bodegas más importantes, las cosas se pueden interpretar de diversa manera. Unos dirán que solo cuentan con bodegas con las que han suscripto acuerdos convenientes, otros argüirán que son los vinos clásicos que la clientela les pide.
También hay cartas equilibradas, hechas con criterio, en las que conviven los vinos de bodegas tradicionales con las nuevas opciones, que no tienen por qué ser excéntricas ni sofisticadas sin sentido. Pero son escasas, lamentablemente.
Vamos a eliminar por un momento el prejuicio de que porque alguien es joven no le vamos a dar bola. Resulta evidente que tienen otro concepto de las cosas, y no está mal que ello sea así. Solo que en un país respetuoso de sus ancianos, como Japón, a ningún joven camarero se le ocurriría darle clase de sake y de sushi a un cliente de mayor edad que la suya.
En definitiva, lo que nos parece es que la carta tiene que ser lo más completa posible, adecuarse al perfil del cliente, que esté armada en beneficio del comensal y no de quien elige los vinos, encontrar el equilibrio entre bodegas clásicas y nuevas, pero sobre todo evitar que nos vendan gato por liebre.
Como un sommelier que se ufanaba de hacer buena letra por hacerles pedir a los clientes los vinos más costosos de la carta.
Después no se quejen cuando la cerveza sigue ganando terreno. Aunque si a ésta la siguen llenando de sofisticación tal vez le pase lo mismo que al vino.
¿Alguna vez hicieron la prueba de leer entrelíneas la carta de vinos de un restaurante? Generalmente nadie lo hace. Pero analizar lo que hay y lo que falta, nos llevará inexorablemente a sacar conclusiones interesantes.
Hace pocos días, observábamos con detenimiento la carta de vinos de un restaurante recién inaugurado. De inmediato, se nos ocurrió que esa lista había sido armada por un (a) sommelier joven. A poco que se observe que en ella hay abundancia de vinos de las nuevas generaciones de enólogos rockeros, con nombres estrambóticos y estilos ídem, no hay forma de errarle al vizcachazo.
Una carta de vinos de tal naturaleza no se corresponde con un sommelier de edad media, más clásico, serio y dispuesto a darles a los comensales los vinos que a éstos les gustan, aun cuando no sean los que elegiría para sí mismo. Y no es que se trate solo de una cuestión de edad, podemos poner como ejemplos a tres profesionales que se diferencian en cuanto sus años vividos pero tienen algo en común, el respeto por el cliente: Celestino Rodríguez (Cabaña Las Lilas), Pablo Colina (Vico) y José Iuliano (Chila).
No imaginamos a ninguno de ellos armando una carta tan superficial y vacua, enfocada más a un público que se deja llevar por la frivolidad de quien la construye.
El mundo del vino, sabemos de sobra, se ha saturado de sofisticación, lo que solo provoca una cosa: confundir al cliente. Por otro lado, lo que a los genios del marketing les resulta eventualmente "vendedor", a nosotros nos parece ridículo. Nos referimos a nombres como "Perro Callejero", "The Apple doesn't fall far from the tree", "Jí jí jí" o "Plop! (Arbolitos rosados y forma de pasar nubes)." Y encima si los exportan, hace quedar como poco seria a la industria vitivinícola argentina.
Por ejemplo, a los sommeliers más jóvenes les encanta el Montesco Agua de Piedra, un Sauvignon Blanc con su acidez exacerbada más allá de los límites de lo razonable para el paladar argentino. Y te lo quieren enchufar a toda costa. Por la misma plata o parecida, nos tomamos un Saint Felicien, un Casa Boher o el Kauken de Rogelio Rabino.
Pero vas a una vinoteca X y el vendedor, que no sabe que algo conocés del tema, te quiere sacar agua de tu bolsillo como fuere.
Y ni hablar de que algunos enólogos new age aceptan hacerles "su vino" a algunos sommeliers que luego, nobleza obliga, incorporan sus etiquetas en restaurantes donde ellos arman la carta. Negocio compartido, menos para el cliente. De manera que no es difícil entender cómo viene la mano. Hay favores que se pagan.
Pero esto no es todo. Si uno observa que la carta es muy limitada y solo se remite a las bodegas más importantes, las cosas se pueden interpretar de diversa manera. Unos dirán que solo cuentan con bodegas con las que han suscripto acuerdos convenientes, otros argüirán que son los vinos clásicos que la clientela les pide.
También hay cartas equilibradas, hechas con criterio, en las que conviven los vinos de bodegas tradicionales con las nuevas opciones, que no tienen por qué ser excéntricas ni sofisticadas sin sentido. Pero son escasas, lamentablemente.
Vamos a eliminar por un momento el prejuicio de que porque alguien es joven no le vamos a dar bola. Resulta evidente que tienen otro concepto de las cosas, y no está mal que ello sea así. Solo que en un país respetuoso de sus ancianos, como Japón, a ningún joven camarero se le ocurriría darle clase de sake y de sushi a un cliente de mayor edad que la suya.
En definitiva, lo que nos parece es que la carta tiene que ser lo más completa posible, adecuarse al perfil del cliente, que esté armada en beneficio del comensal y no de quien elige los vinos, encontrar el equilibrio entre bodegas clásicas y nuevas, pero sobre todo evitar que nos vendan gato por liebre.
Como un sommelier que se ufanaba de hacer buena letra por hacerles pedir a los clientes los vinos más costosos de la carta.
Después no se quejen cuando la cerveza sigue ganando terreno. Aunque si a ésta la siguen llenando de sofisticación tal vez le pase lo mismo que al vino.